jueves, 3 de septiembre de 2015

Sólo un loco, sólo un poeta:

Cuando el aire se hace menos luminoso
cuando ya el rocío consolador
desciende gota a gota sobre la tierra,
invisible y silencioso,
pues calza finos borceguíes
como todos los dulces consoladores,
entonces tú recuerdas
—¡tú lo recuerdas, oh, corazón ardiente!—
cómo tenías sed en otro tiempo,
sed de lágrimas celestes y gotas de rocío,
sed que te abrasaba y te fatigaba,
mientras en las praderas, las sendas doradas
por los malignos rayos del poniente,
a través de los espesos árboles, llegaban a ti,
rayos ardientes, deslumbradores y malignos de sol.
¿El pretendiente de la verdad? ¿Tú? Así se burlaban.
¡No, un poeta solamente!
Una bestia astuta, rapaz, furtiva,
que tiene que mentir,
que tiene que mentir a sabiendas, voluntariamente,
ansiosa de su presa,
enmascarada de colorines,
máscara para sí misma,
presa para sí misma.
¿Eso —el pretendiente de la verdad?
¡Bah! ¡Un pobre loco, un simple poeta!
Sólo un parlanchín pintoresco,
que perora tras una máscara abigarrada de loco,
que divaga sobre los engañosos puentes de palabras,
sobre arcos iris multicolores,
entre falsos cielos y falsas tierras,
y vagando de acá para allá.
¡Sólo un loco! ¡Sólo un poeta!
¿Eso —el pretendiente de la verdad?
No silencioso, rígido, liso y frío,
metamorfoseado en imagen,
en columna de Dios,
no plantado ante ningún templo
como guardián del umbral de un dios.
¡No! Enemigo de todas esas estatuas de la verdad,
más familiarizado con las selvas que con los templos,
lleno de petulancia felina,
saltando por todas las ventanas,
lanzándose a todo azar,
husmeando en toda selva virgen,
presa de apetito y deseos
de correr por las selvas vírgenes
entre las fieras de pintado pelaje,
sano, multicolor y bello como el pecado,
de correr robando, acechando, engañando,
con labios lascivos,
bienaventuradamente burlón, bienaventuradamente infernal,
bienaventuradamente sediento de sangre;
o bien, semejante a las águilas que largo tiempo,
largo tiempo, fijan la vista en los abismos,
¡en sus abismos!—
¡Oh, cómo vuelan en círculo
hacia abajo, hacia dentro,
al fondo del abismo cada vez más profundo!
Luego,
de pronto, en línea recta,
plegadas las alas,
caen sobre los corderos,
ávidas de corderos,
detestando las almas de corderos,
odiando con furor a todo lo que tiene
mirada de cordero, lana rizada,
aspecto gris, borreguil benevolencia de cordero.
Tales son,
de águila y de pantera,
los anhelos del poeta.
¡Así son tus anhelos, bajo mil máscaras,
oh loco, oh poeta!
Tú, el que en el hombre viste
tanto un Dios como un cordero.
Despedazar a Dios en el hombre,
despedazar al cordero en el hombre,
y reír al desgarrar:
¡ésa, ésa es tu felicidad!
La felicidad de un águila y de una pantera.
¡La felicidad de un poeta y un loco!
Cuando el aire se hace menos luminoso,
cuando ya el alfanje de la media luna
desliza sus rayos verdes, envidiosos,
entre la púrpura del poniente
—hostil al día,
a cada paso, furtivamente,
segando praderas de rosas
hasta que éstas caen,
se hunden pálidas hacia la noche.—
Fatigado del día, enfermo de luz,
así caí yo mismo en otro tiempo
desde la locura de mi verdad,
desde mi anhelo del día,
me hundí hacia la noche, hacia la sombra,
¿Te acuerdas aún, te acuerdas, corazón ardiente,
de cómo entonces tenías sed?
abrasado por la sed de una sola verdad.
¡Que sea yo desterrado
de toda verdad!
¡Sólo un loco! ¡Sólo un poeta!

Friedrich Nietzsche

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