Una mujer piadosa y de edad joven,
rica de toda humana gentileza,
donde llamaba yo a la Muerte estaba,
y al ver mis ojos llenos de penares,
y mis vanas palabras escuchando,
un fuerte llanto comenzó con miedo.
Y otras mujeres, que se dieron cuenta
de mí por esa que lloró conmigo,
hicieron que se fuese,
y se acercaron para confortarme.
«No te duermas», decía
una, y la otra: «¿Qué te aflige tanto?»
Dejé entonces la extraña fantasía,
el nombre de mi dama repitiendo.
Tan dolorosas mis palabras eran
por la angustia del llanto entrecortadas,
que sólo yo en el pecho entendí el nombre;
y con toda la vista que se había
mostrado avergonzada en mi semblante,
Amor me hizo que volviera a ellas.
Mi color se mostraba de tal modo
que la muerte a cualquiera recordaba.
«Consolemos a éste»,
rogaba una a la otra humildemente;
y repetían luego:
«¿Qué has visto que no tienes ya coraje?»
Y cuando estuve un tanto confortado
dije: «Voy a decíroslo, señoras.
Mientras pensaba yo en mi frágil vida,
y en lo efímera que es su duración,
Amor lloró en mi pecho, en donde vive;
por lo que estuvo mi alma tan perdida,
que decía en mi mente suspirando:
—Ha de morir un día mi señora.—
Tanto me turbé entonces, que los ojos
cerré que mi flaqueza apesaraba,
y tanto se abatieron
mis espíritus, que se dispersaron;
e imaginando luego,
privado de verdad y de cordura,
vi doloridos rostros de mujeres:
—Morirás, morirás, me repetían.
Vi luego cosas amedrentadoras,
en ese imaginar vano en que entré:
y parecióme estar no sé en qué sitio,
y ver muejres que iban desceñidas,
gimiendo unas y llorando otras,
que de tristeza fuego asaeteaban.
Me pareció después ver poco a poco
turbarse el sol y aparecer la estrella,
y llorar uno y otra;
caer las aves que el aire volaban
y la tierra temblar;
y un hombre apareció pálido y flaco,
diciéndome: —¿Qué haces? ¿No lo sabes?
Muerta es tu dama que era tan hermosa.—
Levantaba mis ojos anegados,
y como lluvia de maná veía
ángeles que volvían a los cielos,
rodeados por una nubecilla,
tras de la cual: Hosanna, proclamaban.
Y os lo diría si algo más dijeran.
Y Amor decía: —Ya no te lo oculto;
a nuestra dueña ven a ver yacente.
Me condujo el falaz
imaginar a ver a mi señora
muerta, y vi, al advertirla,
cubriéndola mujeres con un velo;
y en ella había una humildad sincera
que decir parecía: Estoy en paz.
Yo en mi dolor me hacía tan humilde,
tanta humildad viendo encarnada en ella,
que decía: —Cuán dulce me pareces,
Muerte, y desde ahora noble debes ser,
luego de haber estado en mi señora,
y piedad, no desdén, debes tenerme.
Ve que vengo, de estar entre los tuyos
tan deseoso, que en la fe te igualo.
Mi corazón te llama.—
Luego me iba, consumado el duelo;
y cuando estaba solo,
mirando al alto reino repetía:
—Alma bella, dichoso es quien te ve—
Después vuestras mercedes me llamaron.»
Dante Alighieri
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