«El desierto crece. ¡Ay de quien dentro de sí cobija desiertos!
¡Ah, qué solemne
qué efectivamente solemne!
¡Qué digno comienzo,
africanamente solemne!
Digno de un león
o de un mono aullador moral.
Mas esto no va con vosotras,
dulces amigas,
a cuyos pies, por primera vez
les es dado snetarse, bajo las palmeras
a un europeo. ¡Selah!
¡Maravilloso, en verdad!
Heme aquí sentado
cerca del desierto, y, empero,
tan lejos del desierto,
sin la menor desolación de desierto,
devorado por el más diminuto de los oasis,
pues justamente abrió al bostezar
su amable hocico,
el más perfumado de los hocicos,
y yo caí en su fondo,
abajo y a través, entre vosotras,
deliciosas amigas. ¡Selah!
¡Gloria, gloria a aquella ballena,
si así veló por el bienestar de su huésped!
¿Entendéis mi docta alusión?
¡Bendito sea su vientre
si fue, como éste,
un encantador vientre de oasis!
Pero lo dudo,
pues yo vengo de Europa,
que es más incrédula que todas
las esposas de cierta edad.
¡Dios las mejore!
¡Amén!
Heme aquí sentado
en éste, el más diminuto de los oasis,
semejante a un dátil,
sazonado, almibarado, chorreando oro,
ávido de una boca redonda de muchacha,
y más aún de helados, níveos
incisivos cortantes,
virginales, por los que pena
el corazón de todo ardiente dátil. ¡Selah!
Semejante, demasiado semejante
a esos frutos del mediodía,
esto tumbado aquí,
rodeado de pequeños
insectos alados
que danzan y juegan,
y también de ideas y de anhelos
más pequeños aún,
más locos, más malignos,
en medio de vosotras,
muchachas-gato,
silenciosas y llenas de presentimientos,
Dudu y Suleika;
«Circumefingeado», si puedo meter en una palabra nueva
muchos sentimientos y muchas significaciones
(¡Dios me perdone este pecado lingüístico!).
Estoy sentado aquí, respirando un aire inmejorable,
aire del paraíso, ciertamente,
claro aire tenue y dorado,
todo el aire puro
que ha caído de la luna.
¿Ocurrió esto por azar,
o tal vez por petulancia,
como cuentan los viejos poetas?
Mas yo, el dubitativo, lo dudo,
pues vengo de Europa,
que es más incrédula que todas
las esposas de cierta edad,
¡Dios las mejore!
¡Amén!
Aspirando este aire delicioso,
con las narices hinchadas como vasos,
sin futuro y sin memoria,
así estoy sentado aquí,
deliciosas amigas;
y contemplo la palmera
que, cual una bailarina,
se arquea, se dobla y se balancea sobre sus caderas
(¡cuando se la mira mucho se acaba por imitarla!),
cual una bailarina que ha estado
largo tiempo, peligrosamente largo tiempo,
siempre, sobre una de sus piernas,
¿y por eso olvidó la otra?
En vano, al menos, he buscado
la alhaja gemela
(es decir, la otra pierna)
en la santa vecindad
de su graciosa y arrebatadora
faldita emperifollada, ondulante como un abanico.
Si, si me queréis creer,
mis lindas amigas,
¡la he perdido!
¡Se ha perdido,
desaparecido para siempre
la otra pierna!
¡Lástima! ¡Era tan deliciosa!
¿Dónde estará y llorará su abandono
esa pierna solitaria?
Llena de miedo, acaso,
ante un fiero y monstruoso león
de dorada melena,
o incluso ya roída y devorada,
¡ay, ay! ¡Miserablemente devorada! ¡Selah!
¡Oh, no lloréis más,
tiernos corazones!
¡No lloréis,
corazones de dátiles, senos de leche,
corazones de regaliz!
¡No llores más, pálida Dudu!
¡Sé hombre, Suleika! ¡Valor, valor!
¿Por ventura haría aquí falta
algún tónico, algún cordial,
una máxima llena de unción,
una exhortación solemne...?
¡Yérguete, dignidad,
dignidad virtuosa, dignidad europea!
¡Sopla, sopla de nuevo,
soplillo de la virtud!
¡Oh!
Rugir de nuevo,
rugir moralmente,
como un león moral,
¡rugir ante las hijas del desierto!
Pues el rugido de la virtud,
arrebatadoras muchachas,
es sobre todo,
el ardiente deseo, ¡el hambre voraz del europeo!
Y ved ya en mí
al europeo.
¡No puedo remediarlo!
¡Que Dios me asista,
amén!
El desierto crece. ¡Ay de quien dentro de sí cobija desiertos!»
Friedrich Nietzsche
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