Oscuros valles, y umbrosas corrientes,
y bosques de aspecto neblinoso
cuyas formas no podemos descubrir
por las lágrimas que por doquier gotean.
Enormes lunas que crecen y menguan
-otra vez, otra vez, otra vez,
en todos los momentos de la noche,
en lugares siempre cambiantes-
y extinguen la luz de las estrellas
con el fulgor de su pálidos rostros.
Hacia las doce en el reloj de la luna,
una más vaporosa que el resto
(de un tipo que, puesto a prueba,
han hallado ser el mejor)
baja, sigue bajando, y baja
con su centro sobre la corona
de la eminencia de una montaña.
mientras su amplia circunferencia
en gratas colgaduras cae
sobre aldeas, sobre aposentos,
dondequiera puedan estar,
sobre los raros bosques, sobre el mar,
sobre espíritus, en sus alas,
sobre todo ser somnoliento,
y los entierra por completo
en un laberinto de luz.
¿Y qué profunda entonces, qué profunda
la pasión de us sueño!
De mañana se levantan
y su envoltura lunar
se va elevando en los cielos
con la tempestad cuando se agitan
como... casi cualquier cosa,
o un albatros amarillo.
Ya no usan más esa luna
para el mismo fin que antes
-es decir, como dosel-
que yo creo extravagante;
sus átomos, sin embargo,
se deshacen en chubascos,
de los que esas mariposas
terrestres, que el cielo buscan
y que descienden de nuevo
(¡seres nunca satisfechos!),
una muestra se han traído
en sus alas temblorosas.
Edgar Allan Poe
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