Me dijo lo que quiso. Ya todo era posible.
Me tomé mi café despacio, muy despacio.
Cuando lo terminara, nada me quedaría.
Tendría que marcharme. Sacudir los zapatos.
Empezar otra vez a inventarme una vida.
Dejé la servilleta y la taza en su plato.
Encendí un cigarrillo. Miré la cucharilla.
El mundo, todo el mundo, se me venía abajo.
Y de pronto, ella dijo: ¿Quieres una copita?
¡Alegría! ¡Que canten
las totovías!
Que en mi vida amanece
un nuevo día.
¡Que se pare el reloj! ¡Que se calle el dolor!
Pasaba algo tremendo, como si Dios juzgara.
Nos pusimos muy serios como dos personajes
que no eran quienes eran, pero lo aparentaban.
En el cielo sonaban los truenos, por si acaso.
Era el Apocalipsis en su versión barata.
Y de pronto me dio -perdón-, me dio la risa,
me osnó una conciencia de que nada pasaba
porque ella estaba tiesa de mentira, y tan guapa
de verdad, que era absurdo: sólo representaba.
¡Alegría! ¡Que canten
las totovías!
Que en nuestro amor aún reina
el todavía.
Gabriel Celaya
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