jueves, 9 de julio de 2015

En la campa de Urbía:

Tan última, remota,
la extensión ondulada de la campa,
y tan alto el silencio,
que ya nada recuerdo aquí, tendido.

La hierbecilla crece.
Si cede a quien la huella, pronto vuelve.
Anónima y menuda
cubre con su temblor todo mi mundo.

Pisadas apagadas
que se quisieron firmes, positivas,
y hoy sólo son el eco
de algo que el caminante no sabía.

La Historia como en sueños
del hombre que yo mismo ensayé un día.
Todo lejos, muy lejos,
donde se piensa ya sin pensamiento.

Una extensión de hierba
creciendo poco a poco mansa y terca:
la vida de los muertos
 y este morir en que ahora estoy viviendo.

Dulzura de acabar
no sé bien si en la paz o en el cansancio.
Sentirse al fin cumplido.
No más luchar, querer, seguir creyendo.

Gastadas las aristas,
rodado por el tiempo y como envuelto,
pienso que con mi esfuerzo
me he ganado el derecho a quedar muerto.

La mañana inaugura
su túnica de luz, temblor y brisa,
y arriba el Padre Aitzgorri
pastorea unas nubes blancas de oro.

Otros pastores vascos
conducen en un sueño sus rebaños.
Milenarios y mansos
establecen también paz sin Historia.

Mas ¿no calzan abarcas?
¿No fabrican con técnica mamiya?
¿No construyen txabolas?
¿Y no tienen un kaiku y un malote?

Humanos, sólo humanos,
sujetos al dolor de la esperanza
y a lo que nunca acaba,
también son criaturas con historia.

Inventan, luchan, sueñan,
y añaden a la leche el sabor raro
de una piedra quemada.
Y aunque arcaicos, denuncian mi pereza.

También, también yo debo
arrancarme al encanto de la calma
de esta campa de Urbía
tan bella y femenina, tan sin alma.

Sálvame, Padre Aitzgorri.
Ármame varonil con tu alto ejemplo.
Devuélveme a la lid,
que aún no gané el derecho a quedar muerto.

Gabriel Celaya

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