jueves, 26 de abril de 2018

A Amparitxu:

Zure begiak ain dira eztiak,
zeren beit-dira eniak zuriak,
zuriak eniak.
POPULAR.
(Tan dulces son tus ojos, que los míos son tuyos, y los tuyos, míos).

Ser poeta no es vivir
a toda sombra, intimista.
Ser poeta es encontrar
en otros la propia vida.
No encerrarse; darse a todos;
ser sin ser melancolía,
y ser también mar y viento,
memoria de las desdichas
y eso que fui y he olvidado,
aunque sin duda sabía.
Cuanto menos pienso en mí,
más se me ensancha la vida.
Soy un pájaro en el bosque
y Amparitxu si me mira.
He asesinado mi yo,
¡porque tanto me dolía!,
y al hablar como si fuera
lo que escapa a la medida,
mis ecos en el vacío
retumban sabidurías.
Con todo me identifico
y respiro por la herida,
y digo que mis poemas
son un vivir otras vidas,
y un recrearme en lo vasco
de Amparitxu y su delicia.
Cuanto más me meto en mí,
más me duelen las esquinas.
Cuanto más abro las alas,
bien de dolor, bien de dicha,
más descubro unas distancias
que, voladas, pacifican.
Cuando lean estos versos
no piensen en quien los firma,
sino en mi Euzkadi y mi Amparo,
y en un pasado que aún vibra,
y en cómo tiemblan las ramas
cuando las mueve la brisa.

Gabriel Celaya

Las manos:

Las manos dudan, tiemblan, envuelven
espacios perseguidos.
Los dedos se recogen uno en otro; vacilando,
se buscan a sí mismos.
Hay algo que puede ser de repento todo
aun con ser lo más chiquito
y eso lo saben las manos que, aun revueltas,
buscan lo más sencillo:
El espacio que, cogido, sería toda la dicha,
el hecho de lo no dicho.
Y uno contempla sus manos
como unos animalitos
que no son nuestros del todo,
que saben algo distinto,
y se mueven por su cuenta
mientras yo, atónito, las miro.


Gabriel Celaya

martes, 17 de abril de 2018

Camoens

El hombre:

I

Tuvo un amor, hizo un poema
y murió pobre; lo demás
no hace al caso; en su vida no hay más
que sufrimiento y diadema.
Fue el hombre, turbio de pasión
y de propósitos, que cuida
de resumir en su canción
todas las ansias de su vida.
Mediocridad y desengaños
le consumían en su hogar,
y viajó diecisiete años
para hacer su poema en el mar…

II

Tenía “saudades”; había,
como todas sus gentes hermanas,
despedido al sol cada día
desde las playas lusitanas;
y llevaba en el pecho esa vaga
melancolía singular
de asistir a diario, ante el mar,
a la muerte del sol que se apaga.
Pero una vez, triste y sombrío,
alza la frente, y a través
del indefinible frío
del crepúsculo portugués,
en el índico azul del Oriente
ve que el sol nace adolescente:
un sol vivo, moreno, dorado…
Su corazón ya tiene senda,
y su pueblo ya tiene leyenda
-y la epopeya ha comenzado.

El poema:

I

Sal de mar y virginidad
de lumbre; especies sutiles
y colores; oro, añiles
-y un aliento de tempestad...
El poema es la exaltación
de la vida, que es navegar;
sus personajes, dos: el mar
y los Lusiadas, su nación.
Y cada vez que a la luz clara
de la Polar el lusitano
tomaba el poema en su mano,
le prestaba la espalda, para
que lo escribiera el Océano.

II

Vaz de Camoens, al partir
de su tierra, era joven; quería
a una mujer, de quien sabía
que era el esclavo hasta morir;
y habría podido esperar
de los halagos cortesanos
brasa y leña para su hogar;
pero partió; quiso forjar
su propia vida con sus manos.
Fue dejando a su espalda, muertos,
hoy su amor, sus deseos después,
su alegría siempre, a través
de estrechos, mares y puertos;
y rimó en sus octavas el grito
de las jarcias y las entenas,
y quemó gota a gota, en su escrito,
toda la sangre de sus venas...
Pero carne del Asia besaron
sus labios; sus manos lograron
más que anunciaba su fortuna,
y sus versos se le llenaron
de auroras del sol en su cuna...

Envío

-Portugal, tierra occidental
de "saudade" y melancolía,
tu corazón languidecía
de frío mortal,
y él te trajo la hoguera que había
de encendértelo, Portugal.
Portugal, declinabas doliente
como el sol, buscando en tu mar
descanso y muerte juntamente;
él habló y te enseñó a encontrar
tu equilibrio en Oriente.
Portugal, Benjamín de Europa,
vacilabas mirando el camino
sin moverte, aristócrata, fino
y débil...-: pero él, en la copa
del Asia, te trajo tu vino.
Portugal, corrosivo tesoro
de tu vida, en tu cielo es la hora
del ocaso, que canta y que llora,
y él te trajo en sus versos ¡el oro
de una nueva aurora!

Eduardo Marquina

lunes, 16 de abril de 2018

I

Las cárceles se arrastran por la humedad del mundo,
van por la tenebrosa vía de los juzgados;
buscan a un hombre, buscan a un pueblo, lo persiguen,
lo absorben, se lo tragan.


No se ve, que se escucha la pena del metal,
el sollozo del hierro que atropellan y escupen:
el llanto de la espada puesta sobre los jueces
de cemento fangoso.

Allí, bajo la cárcel, la fábrica del llanto,
el telar de la lágrima que no ha de ser estéril,
el casco de los odios y de las esperanzas,
fabrican, tejen, hunden.

Cuando están las perdices más roncas y acopladas,
y el azul amoroso de fuerzas expansivas,
un hombre hace memoria de la luz, de la tierra,
húmedamente negro.

Se da contra las piedras la libertad, el día,
el paso galopante de un hombre, la cabeza,
la boca con espuma, con decisión de espuma,
la libertad, un hombre.

Un hombre que cosecha y arroja todo el viento
desde su corazón donde crece un plumaje:
un hombre que es el mismo dentro de cada frío,
de cada calabozo.

Un hombre que ha soñado con las aguas del mar,
y destroza sus alas como un rayo amarrado,
y estremece las rejas, y se clava los dientes
en los dientes del trueno.

II

Aquí no se pelea por un buey desmayado,
sino por un caballo que ve pudrir sus crines,
y siente sus galopes debajo de los cascos
pudrirse airadamente.

Limpiad el salivazo que lleva en la mejilla,
y desencadenad el corazón del mundo,
y detened las fauces de las voraces cárceles
donde el sol retrocede.

La libertad se pudre desplumada en la lengua
de quienes son sus siervos más que sus poseedores.
Romped esas cadenas, y las otras que escucho
detrás de esos esclavos.

Esos que sólo buscan abandonar su cárcel,
su rincón, su cadena, no la de los demás.
Y en cuanto lo consiguen, descienden pluma a pluma,
enmohecen, se arrastran.

Son los encadenados por siempre desde siempre.
Ser libre es una cosa que sólo un hombre sabe:
Sólo el hombre que advierto dentro de esa mazmorra
como si yo estuviera.

Cierra las puertas, echa la aldaba, carcelero.
Ata duro a ese hombre: no le atarás el alma.
Son muchas llaves, muchos cerrojos, injusticias:
no le atarás el alma.

Cadenas, sí: cadenas de sangre necesita.
Hierros venosos, cálidos, sanguíneos eslabones,
nudos que no rechacen a los nudos siguientes
humanamente atados.

Un hombre aguarda dentro de un pozo sin remedio,
tenso, conmocionado, con la oreja aplicada.
Porque un pueblo ha gritado ¡libertad!, vuela el cielo.
Y las cárceles vuelan.

Miguel Hernández

Llamo a los poetas:

Entre todos vosotros, con Vicente Aleixandre
y con Pablo Neruda tomo silla en la tierra:
tal vez porque he sentido su corazón cercano
cerca de mí, casi rozando el mío.


Con ellos me he sentido más arraigado y hondo,
y además menos solo. Ya vosotros sabéis
lo solo que yo soy, por qué soy yo tan solo.
Andando voy, tan solos yo y mi sombra.

Alberti, Altolaguirre, Cernuda, Prados, Garfias,
Machado, Juan Ramón, León Felipe, Aparicio,
Oliver, Plaja, hablemos de aquello a que aspiramos:
por lo que enloquecemos lentamente.

Hablemos del trabajo, del amor sobre todo,
donde la telaraña y el alacrán no habitan.
Hoy quiero abandonarme tratando con vosotros
de la buena semilla de la tierra.

Dejemos el museo, la biblioteca, el aula
sin emoción, sin tierra, glacial, para otro tiempo.
Ya sé que en esos sitios tiritará mañana
mi corazón helado en varios tomos.

Quitémonos el pavo real y suficiente,
la palabra con toga, la pantera de acechos.
Vamos a hablar del día, de la emoción del día.
Abandonemos la solemnidad.

Así: sin esa barba postiza, ni esa cita
que la insolencia pone bajo nuestra nariz,
hablaremos unidos, comprendidos, sentados,
de las cosas del mundo frente al hombre.

Así descenderemos de nuestro pedestal,
de nuestra pobre estatua. Y a cantar entraremos
a una bodega, a un pecho, o al fondo de la tierra,
sin el brillo del lente polvoriento.

Ahí está Federico: sentémonos al pie
de su herida, debajo del chorro asesinado,
que quiero contener como si fuera mío
y salta y no se acalla entre las fuentes.

Siempre fuimos nosotros sembradores de sangre.
Por eso nos sentimos semejantes al trigo.
No reposamos nunca, y eso es lo que hace el sol,
y la familia del enamorado.

Siendo de esa familia, somos la sal del aire.
Tan sensibles al clima como la misma sal,
una racha de otoño nos deja moribundos
sobre la huella de los sepultados.

Eso sí: somos algo. Nuestros cinco sentidos
en todo arraigan, piden posesión y locura.
Agredimos al tiempo con la feliz cigarra,
con el terrestre sueño que alentamos.

Hablemos, Federico, Vicente, Pablo, Antonio,
Luis, Juan Ramón, Emilio, Manolo, Rafael,
Arturo, Pedro, Juan, Antonio, León Felipe.
Hablemos sobre el viento y la cosecha.

Si queréis, nadaremos antes en esa alberca,
en ese mar que anhela transparentar los cuerpos.
Veré si hablamos luego con la verdad del agua,
que aclara el labio de los que han mentido.

Miguel Hernández