Para cantar ¡qué rama terminante,
qué espeso aparte de escogida selva,
qué nido de botellas, pez y mimbres,
con qué sensibles ecos, la taberna!
Hay un rumor de fuente vigorosa
que yo me sé, que tú, sin un secreto,
con espumas creadas por los vasos
y el ansia de brotar y prodigarse.
En este aquí más íntimo que un alma,
más cárdeno que un beso del invierno,
con vocación de púrpura y sagrario,
en este aquí te cito y te congrego,
de este aquí deleitoso te rodeo.
De corazón cargado, no de espaldas,
con una comitiva de sonrisas
llegas entre apariencias de océano
que ha perdido sus olas y sus peces
a fuerza de entregarlos a la red y a la playa.
Con la boca cubierta de raíces
que se adhieren al beso como ciempieses fieros,
pasas ante paredes que chorrean
capas de cardenales y arzobispos,
y mieras, arropías, humedades
que solicitan tu asistencia de árbol
para darte el valor de la dulzura.
Yo que he tenido siempre dos orígenes
un antes de la leche en mi cabeza
y un presente de ubres en mis manos;
yo que llevo cubierta de montes la memoria
y de tierra vinícola la cara,
esta cara de surco articulado:
yo quisiera siempre, siempre, siempre,
habitar donde habitan los collares:
en un fondo de mar o en un cuello de hembra,
oigo tu voz, tu propia caracola,
tu cencerro dispuesto a ser guitarra,
tu trompa de novillo destetado,
tu cuerpo de sollozo invariable.
Viene a tu voz el vino episcopal,
alhaja de los besos y los vasos
informado de risas y solsticios,
y malogrando llantos y suicidios,
moviendo un rabo lleno de rubor y relámpagos,
nos relame, buey bueno, nos circunda
de lenguas tintas, de efusivo oriámbar,
barriles, cubas, cántaros, tinajas,
caracolas crecidas de cadera
sensibles a la música y al golpe,
y una líquida pólvora nos alumbra y nos mora,
y entonces le decimos al ruiseñor que beba
y su lengua será más fervorosa.
Órganos liquidados, tórtolas y calandrias
exprimidas y labios desjugados;
imperios de granadas informales,
toros, sexos y esquilas derretidos,
desembocan temblando en nuestros dientes
e incorporan sus altos privilegios
con toda propiedad a nuestra sangre.
De nuestra sangre ahora surten crestas,
espolones, cerezas y amarantos;
nuestra sangre de sol sobre la trilla
vibra martillos, alimenta fraguas,
besos inculca, fríos aniquila,
ríos por desbravar, potros esgrime
y espira por los ojos, los dedos y las piernas
toradas desmandadas, chivos locos.
Corros en ascuas de irritadas siestas,
cuando todo tumbado es tregua y horizonte
menos la sangre siempre esbelda y laboriosa,
nos introducen en su atmósfera agrícola:
racimos asaltados por avispas coléricas
y abejorros tañidos; racimos revolcados
en esas delicadas polvaredas
que hacen en su alboroto mariposas y lunas;
culebras que se elevan y silban sometidas
a un régimen de luz dictatorial;
chicharras que conceden por sus élitros
aeroplanos, torrentes, cuchillos afilándose,
chicharras que anticipan la madurez del higo,
libran cohetes, elaboran sueños,
trenzas de esparto, flechas de insistencia
y un diluvio de furia universal.
Yo te veo entre vinos minerales
resucitando condes, desenterrando amadas,
recomendando al sueño pellejos cabeceros,
recomendables ubres múltiples de pezones,
con una sencillez de bueyes que sestean.
Cantas, sangras y cantas; te pones a sangrar
y no son suficientes tus heridas
ni el vientre todo tallo donde tu sangre cuaja.
Cantas, sangres y cantas.
Sangras y te ensimismas
como un cordero cuando pace o sueña.
Y miras más allá de los allases
con las venas cargadas de mujeres y barcos,
mostrando en cada parte de tus miembros
la bipartida huella de una boda,
la más dulce pezuña que ha pisado,
mientras estás sangrando al compás de los grifos.
A la vuelta de ti, mientras cantas y estragas
como una catarata que ha pasado
por entrañas de aceros y mercurios,
en tanto que demuestras desangrándote
lo puro que es soltar las riendas a las venas,
y veo entre nosotros coincidencias de barro,
referencias de ríos que dan vértigo y miedo
porque son destructoras, casi rayos,
sus corrientes que todo lo arrebatan;
a la vuelta de ti, a la del vino,
millones de rebeldes al vino y a la sangre
que miran boquiamargos, cejiserios,
se van del sexo al cielo, santos tristes,
negándole a las venas y a las viñas
su desembocadura natural:
la entrepierna, la boca, la canción,
cuando la vida pasa con las tetas al aire.
Alrededor de ti y el vino, Pablo,
todo es chicharra loca de frotarse,
de darse a la canción y a los solsticios
hasta callar de pronto hecha pedazos,
besos de pura cepa, brazos que han comprendido
su destino de anillo de pulsera: abrazar.
Luego te callas, pesas con tu gesto de hondero
que ha librado la piedra y la ha dejado
cuajada en un lucero persuasivo,
y vendimiando inconsolables lluvias,
procurando alegría y equilibrio,
te encomiendas al alba y las esquinas
donde describes letras y serpientes
con tu palma de orín inacabable,
te arrancas las raíces que te nacen
en todo lo que tocas y contemplas
y sales a una tierra bajo la cual existen
yacimientos de cuernos, toreros y tricornios.
Miguel Hernández
No hay comentarios:
Publicar un comentario