Mucho llevo observando, con tristeza en silencio,
el lucero que se hunde despacio —¡inmortal Padre,
se diría, de todo el coro refulgente!
Aún le rodea el éter azul, aún; pero ya
llega a la balaustrada pétrea del horizonte,
donde, dejando atrás su brillante ropaje,
se quema, transmutándose en un fuego sombrío;
y paga al fin, sumiso, la deuda convenida
al fugitivo instante, y no se le ve más.
¡Dioses y ángeles! Vamos luchando con el hado
mientras fuerza, salud, gloria, desde su cima
decaen y se apagan; mas, perdido lucero,
qué diferente en eso nuestro rango del tuyo:
ningún mañana puede restaurar nuestros rayos.
William Wordsworth
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