Soñé que al caminar, extraviado,
se trocaba el invierno en primavera,
y el alma me llevó su olor mezclado
con el claro sonar de la ribera.
En su borde de césped sombreado
vi una zarza que osaba, prisionera,
la otra orilla alcanzar con una rama,
como suele en sus sueños el que ama.
Allí la leve anémona y violeta
brotaban, y estelares margaritas
constelando la hierba nunca quieta;
campánulas azules; velloritas
que apenas rompen su mansión secreta
al crecer; y narciso de infinitas
gotas desfallecido, que del viento
la música acompasa y movimiento.
Y en la tibia ribera la eglantina,
la madreselva verde y la lunada;
los cerezos en flor; la copa fina
del lirio, hasta los bordes derramada;
las rosas; y la hiedra que camina
entre sus propias ramas enlazada;
y azules o sombrías, áureas, rosas,
flores que nadie corta tan hermosas.
Mas cerca de la orilla que temblaba
la espadaña su nieve enrojecía,
y entre líquida juncia se doblaba.
El lánguido nenúfar parecía
como un rayo de luna que se pasaba
entre los robles verdes, y moría
junto a esas cañas de verdor tan fino,
que el alma pulsan con rumor divino.
Pensé que de estas flores visionarias
cortaba un verde ramo, entretejido
con sus juntas bellezas y contrarias,
para guardar las horas que he vivido,
las horas y las flores solitarias,
en mi mano infantil, igual que un nido.
Me apresuré a volver. Mis labios: «¡Ten
estas flores!», dijeron. Pero ¿a quién?
Percy Bysshe Shelley
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