lunes, 15 de junio de 2015

Balada de la Cárcel Reading

I:

No vestía su casaca escarlata,
pues la sangre y el vino son rojos,
y sangre y vino había en sus manos
cuando la hallaron junto a la muerta,
la pobre mujer muerta a quien amaba,
y a la que asesinó en el lecho.

Se paseaba entre los Procesados
con un traje de raída tela gris;
en la cabeza llevaba una gorra de criket,
y su andar parecía ligero y vivo;
mas nunca vi un hombre que mirase
tan pensativamente la luz del día.

Nunca vi un hombre que mirase
con ojos tan melancólicos
esa pequeña carpa azul
que los presos llaman firmamento,
y las nubes a la deriva
que huían con velas de plata.

Yo caminaba con otras almas en pena,
en un corro distinto,
y me preguntaba si aquel hombre habría hecho
algo grande o pequeño,
cuando una voz susurró a mis espaldas:
"A ése lo van a colgar."

¡Santo Cristo! Los muros de la prisión
parecieron tambalearse de súbito,
y sobre mi cabeza el firmamento se hizo
un casco de acero ardiente;
y, aunque yo era un alma en pena,
no pude sentir mi dolor.

Sólo supe qué pensamiento acuciante
aceleraba sus pasos, y por qué
miraba el deslumbrante día
con ojos tan melancólicos:
aquel hombre había matado lo que amaba,
y por eso debía morir.

*

Pero cada hombre mata lo que ama,
que todos escuchen esto;
unos con una mirada amarga,
otros con una palabra de lisonjera;
el cobarde lo hace con un beso,
¡el valiente con la espada!

Unos matan su amor cuando son jóvenes,
y otros cuando llegan a viejos;
unos estrangulan con manos de Lujuria,
otros con manos de Oro;
el más amable usa un cuchillo,
porque así el cadáver se enfría antes.

Unos aman muy poco, otros largo tiempo,
unos venden, otros compran;
unos cumplen la acción vertiendo lágrimas,
otros no dan ni un suspiro;
pues cada hombre mata lo que ama,
pero no siempre muere por eso.

No tiene una muerte vergonzosa
en un día de oscura infamia,
ni un nudo corredizo en torno al cuello,
ni un paño le cubre el rostro,
ni cae con los pies por delante, a través del suelo,
a un espacio vacío.

No pasa el tiempo junto a hombres callados
que lo vigilan noche y día,
que lo vigilan cuando procura llorar
y cuando procura rezar;
que lo vigilan para que él mismo no robe
su propia presa a la cárcel.

No despierta al alba y ve
figuras de espanto que abarrotan su celda:
el trémulo Capellán en hábitos blancos,
el Alguacil severo y sombrío
y el Alcaide, de negro lustroso,
que tiene el rostro amarillo de la Condena.

No se levanta con lastimero apremio
a vestirse las ropas de convicto,
mientras un Doctor de labios gruesos se relame,
y examina la menor contracción nerviosa
toqueteando un reloj cuyo leve tictac
se asemeja a horribles martillazos.

No conoce esa sed repugnante
que le obstruye a uno la garganta
antes que el verdugo, con guantes de jardinero,
se cuele por la puerta acolchada
y lo ate a uno con tres correas de cuero,
para que la garganta deje de tener sed.

No inclina la cabeza y permite
que le lean el Oficio de Difuntos;
ni cuando el terror de su alma
le dice que aún no está muerto,
para junto a su propio ataúd,
al avanzar hacia el horrendo tablado.

No vuelve la vista al cielo,
tras un tejadillo de cristal:
no reza con labios de barro
para que su agonía dé fin;
ni siente estremecerse en la mejilla
el beso de Caifás.
 
II:

Nuestro guardia paseó por el patio seis semanas
con el traje de raída tela gris:
en la cabeza llevaba su gorra de criket,
y su andar parecía ligero y vivo,
mas nunca vi un hombre que mirase
tan pensativamente la luz del día.


Nunca vi un hombre que mirase
con ojos tan melancólicos
esa pequeña carpa azul
que los presos llaman firmamento,
y las viajeras nubes con su estela
de vellones enmarañados.

No se retorcía las manos,
como los necios que osan
nutrir a la secuestrada Esperanza
en la cueva de la negra Desesperación;
tan sólo miraba la luz del sol
y bebía el aire de la mañana.

No se retorcía las manos ni lloraba,
no miraba a hurtadillas ni languidecía,
antes bebía el aire como si encerrara
algún anodino saludable;
¡bebía el sol con la boca abierta
igual que si fuese vino!

Y yo y las demás almas en pena
que marchábamos en el otro corro,
olvidamos si habíamos hecho
algo grande o pequeño,
y observábamos con sordo estupor
al hombre que iban a ahorcar.

Pues extraño era verlo moverse
con un andar tan ligero y vivo,
y extraño era ver cómo miraba
tan pensativamente la luz del día,
y extraño era saber que él
iba a pagar tal deuda.

*

El roble y el olmo tienen hojas alegres
que brotan en primavera;
mas funesto es contemplar el árbol de la horca,
con su raíz mordida por la víbora;
y verde o seco, un hombre ha de morir
antes que tal árbol dé fruto.

El lugar más alto es el sitio de gracia
al que aspiran todos los mortales;
mas ¿quién estaría con un nudo de cáñamo
en lo alto del patíbulo,
y tras un collar de asesino
echar su último vistazo al cielo?

Grato es bailar al compás de violines
cuando el Amor y la Vida sonríen;
bailar al compás de laúdes, de flautas,
es singular y delicado;
¡mas no tan grato, con pies ligeros,
es danzar al compás del aire!

Así pues, lo observábamos día a día
con mirar curioso y presagio malsano,
preguntándonos si cada uno de nosotros
no correría la misma suerte,
ya que nadie sabe en qué rojo Infierno
su alma cegada es capaz de extraviarse.

Dejó al fin el muerto de pasear
con los demás Procesados,
y comprendí que ya se alzaba
en el temible cerco del banquillo negro,
y que no volvería yo a ver su rostro
en el dulce mundo de Dios.

Nos cruzamos en el camino igual que se cruzan
dos barcos desdichados en la tormenta;
mas no hicimos señal, no dijimos palabra,
nada teníamos que decir;
pues no nos encontramos una noche santa,
sino en el día de la deshonra.

El muro de una prisión nos cercaba,
éramos dos proscritos:
nos había desterrado el mundo de su corazón
y Dios de Su amparo;
y habíamos caído en la trampa
del lazo de hierro que acecha al Pecado.

III:

En el Patio de los Deudores las piedras son duras,
y el chorreante muro es alto,
así que allí tomaba el aire
bajo un cielo de plomo,
y a cada lado un celador caminaba,
por miedo a que el hombre muriese.

Otras veces se sentaba con quienes vigilaban
su angustia noche y día,
quienes lo vigilaban cuando se erguía para llorar
y cuando se agachaba para rezar;
quienes lo vigilaban para que él mismo no robase
su propia presa al patíbulo.

El Alcaide se mostraba inflexible
con las Órdenes del Reglamento;
el Doctor decía que la Muerte no era
sino un hecho científico;
y dos veces al día el Capellán lo visitaba,
dejándole un pequeño folleto.

Y dos veces al día fumaba su pipa
y bebía su litro de cerveza;
su alma era resuelta, no albergaba en ella
escondite alguno para el miedo;
a menudo decía que se alegraba
de que la hora del verdugo estuviese cerca.

Mas por qué decía algo tan extraño
ningún Celador osaba inquirirlo:
pues a quien le toca en suerte
la ocupación de vigilar
ha de sellarse con candado los labios
y mudrar su rostro en máscara.

De lo contrario podría compadecerse,
y procurar alivio y consuelo;
¿y qué haría la Piedad Humana
atrapada en el Hoyo de los Asesinos?
¿Qué palabra de gracia en semejante lugar
socorrería al alma de un hermano?

¡Encorvados y meciéndonos por el corro,
marchábamos en el Desfile de los Necios!
No nos imporataba, sabíamos que éramos
la Brigada del Mismo Diablo:
cabezas rapadas y pies de plomo
aseguran una jovial mascarada.

Destrenzábamos en tiras una soga embreada
con dedos romos y sangrantes;
restregábamos las puertas y fregábamos los suelos,
y limpiábamos los lustrosos barrotes;
y enjabonábamos los tablones hilera a hilera
con un estruendo de cubos.

Cosíamos los sacos, picábamos las piedras,
girábamos el polvoriento taladro;
golpeábamos las latas y aullábamos los himnos,
y sudábamos en la rueda;
pero en el corazón de cada hombre
yacía quieto el terror.

Tan quiero yacía que los días se arrastraban
como una ola atascada de algas;
y olvidábamos el amargo premio
que aguarda al necio y al canalla,
hasta que, volviendo del trabajo con pasos cansados,
cruzamos una vez junto a una tumba abierta.

Con amplio bostezo el ocre hoyo
se abría reclamando algo vivo:
el mismo barro pedía sangre
al corro del sediento asfalto;
y supimos que antes que el alba se hiciera hermosa
ahorcarían a cierto preso.

Entramos derechos, con el alma absorta
en la Muerte, el Terror y la Fatalidad;
el verdugo, con su maletín,
cruzó la oscuridad arrastrando los pies;
y cada hombre se estremeció al deslizarse
en el interior de su tumba numerada.

*

Esa noche las galerías desiertas
se poblaron de formas del Temor,
y a lo largo de la ciudad de hierro
reptaban cautelosos pies que no se oían,
y por los barrotes que ocultan a las estrellas
atisbaban rostros blanquecinos.

Él yacía como quien se acuesta y sueña
en una amena pradera;
los vigilantes lo observaban dormir,
y no lograban comprender
que alguien tuviese un sueño tan dulce
con el verdugo ya a mano.

Pero el sueño no llega cuando quienes lloran
son hombres que nunca antes lloraron:
así que nosotros -los necios, farsantes, canallas-
guardamos aquella vigilia sin fin
y en cada mente, asida por el dolor,
irrumpió el terror de otro.

¡Ay! ¡Es algo en verdad tremendo
sentir la culpa de otro!
La espada del Pecado atravesó nuestras entrañas
hasta su puño envenenado,
y vertimos lágrimas como plomo fundido
por la sangre que no habíamos derramado.

Con sus zapatos de fieltro, los Celadores
llegaban sigilosos junto a las puertas de candado;
y al asomarse veían, con ojos de asombro,
figuras grises sobre el suelo,
y se preguntaban por qué de rodillas rezaban
hombres que nunca antes habían rezado.

Toda la noche rezamos arrodillados,
¡plañideros locos de un cadáver!
Las agitadas plumas de la medianoche eran
el penacho de un coche fúnebre;
y el vino amargo en una esponja
era el sabor del Remordimiento.

*

El gallo gris cantó, el gallo rojo cantó,
pero el día no llegaba;
y figuras contrahechas del Terror se acurrucaban
en los rincones donde yacíamos;
y los duendes perversos que rondan de noche
parecían jugar delante de nosotros.

Se deslizaban delante, deslizaban aprisa,
como viajeros a través de la niebla:
remedaban a la luna danzando un rigodón
de vueltas y giros delicados,
y con detestable gracia, a paso solemne,
los fantasmas acudían a la cita.

Los veíamos cruzar haciendo muecas,
finas sombras cogidas de la mano:
uno tras otro, un espectral desbandada,
pisaban al ritmo de una zarabanda;
¡y los malditos grotescos hacían arabescos,
igual que el viento en la arena!

Con las piruetas de las marionetas
trastabillaban de puntillas;
llenaban el oído al son de flautas del Miedo
en tanto proseguían su espeluznante mascarada;
y cantaban a voces, cantaban sin descanso,
pues cantaban para despertar a los muertos.

'¡Huy!' , esclamaban. '¡Ancho es el mundo,
y los pies con grilletes acaban cojos!
Tirar los dados una o dos veces
es un juego de caballeros,
mas nunca gana quien juega con el Pecado
en la secreta Casa de la Vergüenza.'

No eran seres de aire esos saltimbanquis
que retozaban con tal alborozo:
para hombres cuya vida estaba sujeta a grilletes,
y cuyos pies no tenían libertad
-¡ah, por las llagas de Cristo!-, eran seres vivos
terribles de contemplar.

Por todos lados bailaban el vals girando;
unos daban vueltas en parejas socarronas;
al paso menudo de una cortesana,
otros subían con disimulo las escaleras;
y con burla sutil y malicia aduladora
nos ayudaban en nuestras plegarias.

El viento de la mañana empezó a gemir,
pero aún seguía la noche:
en su enorme telar, el tejido de la oscuridad
se devanó despacio hilo a hilo;
y, mientras rezábamos, crecía nuestro miedo
a la Justicia del Sol.

El gemido del viento vagaba en torno
al doliente muro de la prisión;
hasta que, como una rueda de acero giratoria,
sentimos arrastrarse los minutos;
¡oh, viento que gimes! ¿Qué habíamos hecho
para merecer semejante senescal?

Al fin vi la sombra de los barrotes,
como una reja de plomo forjado,
moverse por la pared encalada
que había frente a mi lecho de tres tablas,
y supe que en algún lugar del mundo
el temible amanecer de Dios era rojo.

A las seis en punto limpiamos nuestras celdas,
a las siete todo estaba en silencio,
mas el susurro y vaivén de un ala enorme
parecían llenar la prisión,
pues el Señor de la Muerte, con un soplo glacial,
había entrado para matar.

No acudió en púrpura solemne,
ni montando un corcel blanco como la luna.
Tres metros de cuerda y un tablón corredizo
es todo cuanto la horca precisa:
así, con la soga de la vergüenza el Heraldo vino
a cumplir su tarea secreta.

Éramos como hombres que van a tientas
por un pantano de inmunda oscuridad;
no nos atrevíamos a susurrar una oración
ni a desahogar nuestra angustia;
algo había muerto en cada uno de nosotros,
y lo que había muerto era la Esperanza.

Pues la inflexible Justicia del Hombre
sigue su camino sin desviarse:
ejecuta al débil lo mismo que al fuerte,
tiene una zancada mortal;
con talón de hierro ejecuta al fuerte,
¡al monstruoso parricida!

Aguardamos el toque de las ocho;
teníamos la lengua pastosa y sedienta;
pues el toque de las ocho es el toque del Destino
que hace maldito a un hombre,
y el Destino dispondrá una soga que corre
para el mejor hombre y el peor.

No teníamos nada que hacer
salvo aguardar que la señal llegase,
como piedras en un valle solitario,
tomamos asiento quietos y mudos;
¡mas los corazones latían aprisa tenazmente,
al modo de un loco que toca el tambor!

Con súbita conmoción el reloj de la prisión
sacudió el aire estremecido,
y por toda la cárcel se elevó un lamento
de impotente desesperación,
como el ruido de un leproso en su guarida,
que escuchan las ciénagas asustadas.

E igual que uno ve las cosas más temibles
en el cristal de un sueño,
vimos la ensebada soga de cáñamo
colgando de la viga renegrida,
y oímos la oración que el dogal del verdugo
estranguló en un alarido.

Y todo el pesar que tanto lo conmovió
para dar aquel amargo grito,
los atroces remordimientos y los sudores de sangre,
nadie los conocía mejor que yo:
pues quien más de una vida vive,
más de una muerte debe morir.

IV:

No hay culto en la capilla el día
que un hombre es ahorcado:
el Capellán tiene el corazón indispuesto,
o demasiado pálido el rostro,
o lleva escrito algo en los ojos
que nadie debería mirar.

Nos tuvieron encerrados hasta casi el mediodía,
y luego tocaron la campana,
y los Celadores con sus llaves tintineantes
abrieron las puertas que escuchaban,
y bajamos por la escalera de hierro,
cada cual desde su Infierno particular.

Salimos al dulce aire de Dios,
mas no del modo acostumbrado,
pues unos estaban blancos de miedo
y otros tenían el rostro gris,
y nunca vi hombres que mirasen
tan pensativamente la luz del día.

Nunca vi hombres que mirasen
con ojos tan melancólicos
esa pe queña carpa azul
que los presos llamamos firmamento,
y las alegres nubes que pasaban
en alegre libertad.

Pero entre nosotros había algunos
que caminaban con la cabeza gacha,
sabiendo que, de tener lo que merecían,
habrían muerto en su lugar:
él tan sólo había matado algo vivo,
mientras que ellos habían matado a un muerto.

Pues aquel que peca una segunda vez
despierta al dolor un alma muerta,
y la saca de su manchado sudario,
y la hace sangrar de nuevo,
y la hace sangrar enormes gotas de sangre,
¡y la hace sangrar en vano!

*

Como payasos o monos, en horrendos ropajes
engalanados con flechas torcidas,
dábamos vueltas silenciosamente
por el resbaladizo patio de asfalto;
dábamos vueltas silenciosamente
y ninguno decía palabra.

Dábamos vueltas silenciosamente
y en cada mente hueca
el Recuerdo de cosas temibles
irrumpió cual un temible viento,
y el Horror acechaba ante cada hombre,
y el Terror se arrastraba detrás.

*

Los Celadores, pavoneándose de un lado a otro,
guardaban a su rebaño de bestias
con el uniforme impecable y pulcro,
y llevaban el atuendo de los doingos,
mas sabíamos qué tarea habían realizado
por los restos de cal viva en sus botas.

Pues donde antes se abría una fosa
ya no había fosa alguna:
sólo una superficie de barro y arena
junto al horrible muro de la prisión,
y un montoncito de cal ardiente,
lienzo mortuorio para aquel hombre.

Pues en sudario tiene el desgraciado
como el que pocos pueden demandar:
¡en lo hondo del patio de una prisión,
desnudo para más deshonra,
yace con grilletes en los pies
cubierto por una sábano de fuego!

Y sin descanso la cal ardiente
consume la carne y los huesos:
los quebradizos huesos de noche
y la blanda carne de día;
consume la carne y los huesos por turnos,
mas el corazón a todas horas.

*

Durante tres largos años no sembrarán allí,
ni crecerán raíces o plantas;
durante tres largos años el lugar maldito
permanecerá estéril y desierto,
mirando al perplejo firmamento
sin expresar reproche alguno.

El corazón de un asesino contaminaría, piensan,
cualquier simple semilla que sembraran.
¡No es verdad! La bondadosa tierra de Dios
es más benévola de lo que se figuran,
y la rosa roja brillará más roja,
la rosa blanca más blanca brotaría.

¡De su boca una rosa roja, muy roja!
¡De su corazón una blanca!
¿Pues quién dirá de qué misterioso modo
Cristo revela Su voluntad,
cuando la vara desnuda del peregrino
floreció ante la vista del gran Papa?

Mas no dejan que las rosas blancas como la leche,
ni las rojas, florezcan al aire de la prisión;
el casco, el guijarro, el pedernal,
son cuanto allí nos ofrecen:
pues es sabido que las flores curan
la desesperanza del hombre común.

Así, ni la rosa roja como el vino, ni la blanca,
caerán jamás, pétalo a pétalo,
en la superficie de barro y arena que se extiende
junto al horrible muro de la prisión,
para contarles a los que pisan el patio
que el Hijo de Dios murió por todos.

Y aunque el horrible muro de la prisión
lo sigue encerrando por todos lados,
y un espíritu no puede caminar de noche
si está sujeto con grilletes,
y un espíritu no puede más que llorar
si yace en suelo tan impío,

él se encuentra en paz -ese desgraciado-,
en paz, o pronto lo estará:
allí nada hay que lo enfurezca,
ni camina el Terror a mediodía,
pues la Tierra sin luz donde reposa
no tiene ni Sol ni Luna.

¡Lo colgaron como se cuelga a una bestia!
No doblaron siquiera en señal de duelo
un réquiem que hubiera podido llevar
descanso a su alma asustado,
sino que lo trasladaron apresuradamente
y lo escondieron en un hoyo.

Lo desnudaron de sus ropas de lienzo,
y lo entregaron a las moscas:
hicieron burla de su garganta morada y tumefacta,
y de sus ojos yertos y saltones:
y con fuertes risas apilaron el sudario
bajo el que yace su convicto.

El Capellán no se arrodilló a rezar
junto a su tumbra ignominiosa;
ni señaló con la Cruz bendita
que Cristo ofreció a los pecadores,
porque el hombre era uno de esos
a los cuales Cristo vino a salvar.

Mas todo está bien; él ya traspasó
el término fijado de la Vida:
y lágrimas ajenas llenarán por él
la urna de la piedad, hace tiempo rota,
pues quienes lo lloren serán proscritos,
y los proscritos siempre lloran.

V:

No sabría decir si las Leyes son justas
o si las Leyes son injustas;
los que permanecemos en una cárcel
sólo sabemos que el muro es sólido;
y que cada día es como un año,
un año cuyos días son largos.

Mas esto sí sé: que toda Ley
que los hombres han hecho para el Homre
desde que, en el Primero que mató a Su hermano,
dio comienzo el mundo triste,
no hace sino dispersar el grano y salvar la paja
usando el bieldo más infame.

También sé esto otro -y sería bueno
que todo el mundo lo supiera-:
las prisiones que fabrican los hombres
se construyen con ladrillos de vergüenza,
y se cercan con rejas para que Cristo no vea
cómo algunos mutilan a sus hermanos.

Con rejas empañan a la afable luna
y ciegan al hermoso sol;
y hacen bien en ocultar su Infierno,
¡pues en él suceden cosas
que ni el Hijo de Dios ni el hijo del Hombre
deberían nunca contemplar!

*

Los hechos más viles, como hierbajos venenosos,
florecen bien al aire de la prisión;
solamente lo que de bueno hay en el Hombre
es lo que se consume y marchita aquí;
la Pálida Angustia defiende la gruesa puerta,
y el Celador es la Desesperación.

Pues hacen pasar hambre al niño asustado
hasta que llora de noche y de día;
y azotan al débil, y zurran al imbécil,
y se mofan del viejo y canoso,
y algunos se vuelven locos, y todos se vuelven peores,
y a nadie se le permite decir palabra.

Las estrechas celdas que ocupamos
son letrinas inmundas y oscuras,
y el fétido aliento de la Muerte viviente
obstruye cada una de las rejillas,
y todo, menos la Lujuria, se tornan cenizas
en la máquina de la Humanidad.

La salobre agua que bebemos
arrastra un légamo repugnante,
y el pan amargo que pesan con balanzas
va repleto de tiza y cal;
y el Sueño no reposa, sino que deambula
con ojos ávidos y le implora al Tiempo.

*

Mas aunque el Hambre enjuta y la verde Sed
luchan como el áspid y la víbora,
poco nos importa el rancho de la prisión
cuando lo que hiela y mata de golpe
es que cada piedra que uno alza durante el día
se convierte en su corazón por la noche.

Con una medianoche siempre en el corazón
y un crepúsculo en la celda,
giramos la manivela o rasgamos la soga,
cada uno en su Infierno particular,
y el silencio es mucho más espantoso
que el ruido de una campana estridente.

Y jamás una voz humana se aproxima
a decir una palabra amable;
y el ojo que vigila a través de la puerta
es despiadado y cruel;
y olvidados por todos, nos pudrimos y pudrimos
echando a perder cuerpo y alma.

Así corroemos la cadena de hierro de la Vida,
degradados y también solos:
unos hombres blasfeman, otros lloran
y otros no exhalan ningún quejido;
mas las Leyes eternas de Dios son bondadosas
y rompen ese corazón de piedra.

*

Y cada corazón humano que se rompe
en la celda o el patio de una prisión
es como el vaso roto que ofreció
su tesoro al Señor,
y llenó la inmunda casa del leproso
con la fragancia del nardo más caro.

¡Dichosos aquellos cuyo corazón se rompe
y obtienen la paz del perdón!
¿Cómo si no podría uno enderezar su propósito
y limpiar su alma del Pecado?
¿Cómo, salvo a través de un corazón roto,
podría entrar Cristo el Señor?

*

Y aquel de la garganta morada y tumefacta,
y los ojos yertos y saltones
aguarda las manos santas que llevaron
al Ladrón hacia el Paraíso;
y a un corazón roto y contrito
no lo despreciará el Señor.

El hombre de rojo que dicta la Ley
le concedió tres semanas de vida,
tres escasas semanas para que curase
su alma de su propia contienda,
y lavara de toda mancha de sangre
la mano que sostuvo el cuchillo.

Y con lágrimas de sangre lavó su mano,
la mano que sostuvo el acero:
pues sólo la sangre puede borrar la sangre,
y sólo las lágrimas pueden curar;
y si la mancha roja, que era la de Caín,
se hizo el sello de Cristo, blanco como la nieve.

VI:

En la cárcel de Reading, junto a esa ciudad,
hay un hoyo vergonzoso,
y en él yace un desgraciado
consumido por dientes de fuego,
envuelto en una mortaja ardiente,
y su tumba no tiene nombre.


Y allí, hasta que Cristo llame a los muertos,
dejad que repose en silencio;
no es preciso derrochar una ágrima absurda
ni lanzar un suspiro vano:
aquel hombre había matado lo que amaba,
y por eso debía morir.

Y todos los hombres matan lo que aman,
que todos escuchen esto;
unos con una mirada amarga,
otros con una palabra lisonjera;
el cobarde lo hace con un beso,
¡el valiente con la espada!

Oscar Wilde

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