Tu padre el mar te condenó a la tierra
dándote un asesino manotazo
que hizo llorar a los corales sangre.
Las afectuosas arenas de pana torturada,
siempre con sed y siempre silenciosas,
recibieron tu cuerpo con la herencia
de otro mar borrascoso dentro del corazón,
al mismo tiempo que una flor de conchas
deshojada de párpados y arrugada de siglos,
que hasta el nácar se arruga con el tiempo.
Los primero que hiciste fue llorar en la costa,
donde soplando el agua hasta volverla iris polvoriento
tu padre se quedó despedazando su colérico amor
entre desesperados pataleos.
Abrupto amor del mar, que abruptas penas
provocó con su acción huracanada.
¿Dónde ir con tu sangre de mar exasperado,
con tu acento de mar y tu revuelta lengua clamorosa
de mar cuya ternura no comprenden las piedras?
¿Dónde? Y fuiste a la tierra.
Y las vacas sonarons su caracol abundante
pariendo con los cuernos clavados en los estercoleros.
Las colinas, los pechos femeninos
y algunos corazones solitarios
se hicieron emisarios de las islas.
La sandía, tronando de alegría,
se abrió en múltiples cráteres
de abotonado hielo ensangrentado.
Y los melones, mezcla
de arrope asible y nieve atemperada,
a dulces cabezadas se toparon.
Pero aquí, en este mundo que se resuelve en hoyos,
donde la sangre ha de contarse por parejas,
las pupilas por cuatro y el deseo por millares,
¿qué puede hacer tu sangre,
el castigo mayor que tu padre te impuso,
qué puede hacer tu corazón, engendro
de una ola y un sol tumultuosos?
Tiznarte y más tiznarte con las cejas
y las miradas negras de las demás criaturas,
llevarte de huracán en huracanes
mordiéndote los codos de cólera amorosa.
Labranza, siembras, podas
y las otras fatigas de la tierra;
serpientes que preparan una piel anual,
nardos que dan las gracias oliendo a quien los cuida,
selvas con animales de rizado marfil
que anudan su deseo por varios días,
tan diferentemente de los chivos
cuyo amor es ejemplo de relámpagos,
toros de corazón tan dilatado
que pueden refugiar un picador desperezándose,
piedras, Vicente, piedras, hasta rebeldes piedras
que sólo el sol de agosto logra hacer corazones,
hasta inhumanas piedras
te llevan al olvido de tu nación: la espuma.
Pero la cicatriz más dura y vieja
reverdece en herida al menor golpe.
La sal, la ardiente sal que presa en el salero
hace memoria de su vida de pájaro y columpio,
llegando a casi líquida y azul en los días más húmedos;
sólo la sal, la siempre constelada,
te acuerda que naciste en un lecho de algas, marinero,
¡oh tú, el más rodeado de erizados rastrojos!,
cuando toca tu lengua su astral polen.
Te recorre el Océano los huesos
relampagueando perdurablemente,
tu corazón se enjoya con peces y naufragios,
y con coral, retrato del esqueleto de tu corazón,
y el agua en plenilunio con alma de tronada
te sube por la sangre a la cabeza como un vino con alas
y desemboca, ya serena, por tus ojos.
Tu padre el mar te busca arrepentido
de haberte desterrado de su flotante corazón crispado,
el más hermoso imperio de la luna,
cada vez más amargo.
Un día ha de venir detrás de cualquier río
de esos que lo combaten insuficientemente,
arrebatando huevos a las águilas
y azúcar al panal que volverá salobre,
a desfilar desde tu boca atribulada
hasta tu pecho, ciudad de las estrellas.
Y al fin serás objeto de esa espuma
que tanto te lastima idolatrarla.
Miguel Hernández
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