lunes, 3 de agosto de 2015

Y ahora no quiero sino escuchar:

Y ahora no quiero sino escuchar.
Ensanchar este canto todo lo que oiga...
¡Que todos los ruidos del mundo se viertan en él!

Oigo
el bullicio de los pájaros,
el sordo rumor de la espiga que se levanta,
el cuchicheo de las llamas,
el chasquido de los leños que cuecen mi comida,
oigo el sonido que más amo: la voz del hombre,
gritos que marchan juntos,
que se mezclan,
que se funden,
que se disgregan...
oigo los ruidos de la ciudad y del campo,
los ruidos del día y de la noche...
Muchachos que conversan con aquéllos que los aman,
la risa abierta de los trabajadores a la hora de la comida,
la nota agria de la amistad deshecha,
los quejidos del moribundo...
Oigo la voz del juez que pronuncia, con las manos agarradas a la mesa y los labios pálidos, una sentencia de muerte,
los gritos de los estibadores que descargan los barcos atracados al muelle,
el estribillo de los que levantan el ancla,
el tañido de la campana de alarma,
los gritos de ¡Fuego!
el zumbido y el estrépito de las máquinas y de los carros de bomberos, con sus luces de colores, que van pidiendo paso;
oigo el silbato del tren que arrastra su carga pesada de vagones;
oigo la marcha lenta que suena al frente de unos soldados que caminan de dos en dos,
(van a hacer guardia ante un cadáver;
hay crespones negros en el asta de las banderas)

Oigo el violonchelo (es el lamento de un corazón adolescente),
oigo el cornetín que penetra agudo en mis oídos y retumba enloquecido en mis entrañas.

Oigo el coro –asisto a una gran ópera-,
ahí está el tenor, fuerte y joven como la creación.
La órbita flexible de su boca vierte sobre mí cataratas de gozo.
Oigo a la soprano. (¿Qué vale mi canción comparada con la suya?)
La orquesta me lleva en giros más amplios que los del planeta Urano,
y saca de mí entusiasmos que yo desconocía;
me levanta y me hace navegar desnudo por mares indolentes cuyas ondas acarician mi cuerpo.
Un granizo amargo y enemigo me azota y pierdo el aliento.
Me siento hundido en un baño dulce de morfina y mi garganta se anuda como si fueses a morir...
Al fin vuelvo otra vez a este enigma de los enigmas que llamamos el Ser.

Walt Whitman

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