martes, 4 de agosto de 2015

Ahora os referiré lo que contaban en Texas:

Ahora os referiré lo que contaban en Texas cuando yo era muchacho.
(No es la caída de Alamo, porque nadie se salvó para contarla.
Los ciento cincuenta hombres aquellos yacen mudos en Alamo.)
Os referiré el asesinato, a sangre fría, de cuatrocientos doce valientes.

Al retirarse, quedaron atrapados en una depresión del terreno.
Se atrincheraron con el bagaje.
Y antes de entregarse le hicieron novecientas bajas al enemigo, nueve veces mayor.
(Fue el precio adelantado de su rendición).
Cuando quedaron sin coronel y sin pertrechos izaron la bandera blanca, accedieron a capitular honrosamente...
Llegó un pliego sellado,
entregaron las armas...
y marcharon a la zaga del ejército triunfal como prisioneros de guerra.

Eran la gloria de los Guardias Montañeses,
los primeros en domar potros
y en manejar el rifle...
Los primeros en el festín, en la canción y en el amor.
Eran fuertes,
inquietos,
generosos
bellos,
altivos,
enamorados,
de rostro hirsuto y requemado por el sol.
Vestían el traje amplio de los cazadores
y ninguno tenía más de treinta años.
Comenzaba el verano, glorioso,
y un domingo, de madrugada,
los sacaron de la prisión para asesinarlos en pelotones.

Ninguno quiso arrodillarse.
Algunos se rebelaron desesperados y enloquecidos,
y otros permanecieron inmóviles y mudos.
La primera descarga derribó a los alcanzados en las sienes y el corazón.
Luego cayeron los demás.
Se retorcían en el lodo...
y el nuevo pelotón que llegaba los veía agonizar.
Dos o tres medio muertos intentaron huir arrastrándose.
Los remataron con la bayoneta o aplastándoles el cráneo con la culata del fusil.
Un muchacho de apenas diecisiete años quiso ahogar a su asesino y otros dos se le abalanzaron para separarlo...
Los tres quedaron con las ropas desgarradas y bañados con la sangre del adolescente.

A las once comenzaron a incinerar los cadáveres.

Y ésta es la historia del asesinato, a sangre fría, de aquellos cuatrocientos doce soldados, gloria de los Guardias Montañeses, tal como la contaban en Texas cuando yo era muchacho.
Ahora os describiré una batalla naval de tiempos lejanos.
Os diré quién fue el vencedor bajo la luz impasible de la luna.
No es una fábula.
Mi bisabuelo materno, el marino, me la refirió muchas veces.

Nuestro enemigo no se dormía en su fragata (me decía).
Era un enemigo de coraje.
Ingleses duros y aguerridos como no he visto nunca ni pienso ver jamás.
Al caer la tarde comenzaron a batirnos.

Los abordamos.
Se enredaban las jarcias
y se tocaban casi las bocas de los cañones.

El capitán trincaba firme, con sus propias manos, como cualquier marinero.
Algunos disparos nos barrenaron bajo la línea de flotación.
Dos grandes cañones de nuestra batería de cubierta estallaron al romper el fuego,
y hechos pedazos volaron sobre nuestra cabeza los que estaban al lado.

Luchamos durante el crepúsculo
y luego en la sombra cerrada.
A las diez, surgió llena la luna.
Su luz nos advirtió que las vías de agua crecían y que se inundaba el barco.

El contramaestre libertó a los prisioneros de las bodegas para que se salvasen como pudieran.
Subieron a la cubierta.
Los centinelas daban el alto a los que se acercaban al polvorín
y viendo tantas caras extrañas no sabían de quién fiarse.

Comenzó a arder nuestra fragata y el enemigo nos gritó: ¡Rendíos ya! ¡Arriad la bandera!
Yo reventé de risa cuando nuestro capitancito respondió: ¡No arriamos nada! ¡Ahora comenzamos nosotros!

Sólo nos quedaban tres cañones.
El propio capitán disparó uno y le desmochó el palo mayor al enemigo.
Los otros dos, cargados de metralla, derribaron la mosquetería y arrasaron la cubierta.
En las cofas y en las de gavia, sobre todo, reforzaban el ataque de nuestra pequeña batería;
sostuvieron el fuego sin un momento de tregua.

Las bombas de agua eran impotentes ya ante las brechas enormes que nos inundaban
y el incendio avanzaba hacia los polvorines;
un cañonazo reventó una bomba y todos creímos hundirnos.
El capitán no se inmutó,
su voz no se oyó ni más baja ni más alta, pero sus ojos nos alumbraron más las linternas del combate.

Cerca de las doce, y bajo la luz de la luna, se rindió el enemigo.

Walt Whitman

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