Avanzaba callada la noche y, sobre el pecho de la sombra, salían enormes y espectrales los dos bultos de los cascos.
Estábamos acribillados, nos seguíamos hundiendo,
y decidimos transbordar a la fragata conquistada.
El capitán, en el alcázar, daba sus órdenes sereno, con el rostro blanco como una mortaja.
A sus pies yacían inertes el mocito que le asistía en la cabina.
y el viejo marino de las crenchas blancas y largas, con bigotes cuidadosamente rizados.
Las llamas se adueñaban del barco,
lamían ya todos los rincones
y las ásperas voces de algunos oficiales pedían todavía la consigna...
En la arboladura y en los mástiles,
entre los cordajes rotos
y los aparejos oscilantes
se vislumbraban trozos de carne humana y miembros desgarrados...
Junto al suave chocleteo de las olas se oía la voz del cirujano,
el ris-ras del bisturí,
el rechinar de la sierra,
el estertor sibilante del moribundo,
el cloqueo y el borboteo de la sangre,
gritos agudos y salvajes,
largos lamentos... lo irremediable.
Los cañones descansaban impasibles y mudos
y sobre los efluvios de los juncos y de las flores de la costa cercana, que la brisa traía como una fúnebre corona y como un lamento a los supervivientes, se levantaba el fuerte olor de la pólvora y de la carne chamuscada.
Arriba, en el cielo remoto, brillaban algunas estrellas silenciosas y funerarias.
Walt Whitman
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