martes, 4 de agosto de 2015

Oh, espacio y tiempo infinitos:

¡Oh, espacio y tiempo infinitos!
Ahora veo que es verdad lo que yo imaginaba,
lo que yo soñaba despierto en mi lecho solitario,
tumbado en la hierba,
o vagando sobre la arena de la playa bajo las pálidas
estrellas de la aurora.

Me despojo de ataduras y de lastre,
apoyo los codos sobre los acantilados,
circundo las sierras,
abarco los continentes con las manos
y me voy de camino con mi visión.
Por aquí voy. ¡Miradme!
Junto a las grandes casas cúbicas de la ciudad,
por las cabañas de troncos donde me albergo con los leñadores del bosque,
por los caminos de portazgo,
a lo largo de las calzadas polvorientas y del lecho seco de los ríos,
desbrozando mi pegujal de cebollas,
cavando las zanahorias y las chiribías de mi huerta,
cruzando sabanas,
rastreando por el bosque,
buscando el mineral y el oro de la tierra,
hundiendo y abrasando mis tobillos con la arena del desierto,
arrastrando río abajo mi canoa...
Por aquí voy,
por donde va y viene la pantera acechando en la rama de un árbol,
por donde el grano se vuelve furioso contra el cazador,
por donde la serpiente de cascabel calienta al sol sobre una roca, sus flácidos anillos numerosos,
por donde la nutria se alimenta de pececillos,
por la orilla del río donde duermen los caimanes de piel córnea y granulosa,
por donde el oso negro busca las raíces y la miel,
por donde el castor acaricia el lodo con su cola aplastada,
por los ingenios de azúcar,
por los plantíos de algodón de flores amarillas,
por los de lino con finas flores azulencas,
por los maizales,
por los campos de centeno verdeoscuro que el viento riza y transparenta,
escalando montañas,
ascendiendo cauteloso, agarrado a los arbustos resistentes...
Aquí estoy. ¡Miradme!
Donde canta la codorniz, en el lindero de los trigales con el bosque,
donde vuelan los murciélagos en el crepúsculo de julio,
donde el escarabajo de oro se deja caer en medio de la noche,
donde el arroyo desentierra las raíces de los árboles antiguos y fluye hacia los prados,
donde sestean los ganados sacudiéndose las moscas, con el movimiento tembloroso de los ijares…
Aquí estoy,
en la cocina donde los morillos se espatarran sobre la losa del fogón y caen en festones las telarañas desde las vigas requemadas,
en la fragua donde rechina el martinete,
en la imprenta donde las prensas hacen girar su cilindros...
Donde quiera que el corazón del hombre golpea asfixiando y prisionero contra la reja dura de las costillas...
Aquí estoy,
donde el globo ingrávido y periforme flota y se levanta (dentro voy yo mirando tranquilamente hacia abajo),
donde el carro de la vida puede despeñarse,
donde el fuego del sol incuba los huevos verduzcos en la arena removida,
donde la hembra de la ballena nada con la cría al lado, sin abandonarla jamás,
donde el barco de vapor despliega el largo y negro gallardete del humo,
donde el bergantín en llamas es arrastrado por corrientes desconocidas...
Aquí estoy,
en el légamo viscoso donde crecen las lampreas,
donde los cadáveres se pudren,
donde la bandera de plurales estrellas flamea a la cabeza de los regimientos...
Aquí estoy,
acercándome a Manhattan por la lengua estrecha de la isla,
bajo la catarata del Niágara que cae como un velo ante mis ojos,
en el humbral de la puerta,
en el último apeadero que se alza rústico en el bosque,
en las carreras de caballos,
en la romería,
en el baile,
en el rodeo,
en el gran partido de base-ball...
Aquí estoy,
bebiendo alegremente con pícaros y parásitos.
Aquí estoy.
en el lagar de la sidra, probando la pulpa melosa y pardusca y chupando con una paja el jugo fermentado.
Aquí estoy,
pasando revista,
holgando en la playa,
discutiendo en el bar,
desgranando maíz,
construyendo una casa...
Aquí estoy,
escuchando el gorjeo del sinsonte;
sus gritos,
su alboroto,
su llanto...
Aquí estoy,
en el corral donde hacinan el heno
y esparcen el orujo,
donde espera recogida la vaca preñada,
donde el toro acomete para hacer su trabajo masculino,
donde el caballo monta a la yegua y el gallo cubre a las gallinas;
donde pacen los novillos,
donde los gansos pican su comida a tirones cortos y mecánicos,
donde las sombras del crepúsculo se alargan sobre la pradera infinita y solitaria,
donde los búfalos en manadas inmensas, que cubren millas cuadradas, avanzan lentamente,
donde resplandece policromo el colibrí,
donde el cuello del cisne longevo se curva y se enreda,
donde las perdices de pecho irisado empollan bajo tierra, con la cabeza fuera...
Aquí estoy,
en la puerta del cementerio, bajo cuyo arco pasan los fúnebres cortejos.
Aquí estoy,
entre la estepa blanca de la nieve y el carámbano de los bosques, oyendo aullar los lobos,
al margen del pantano donde la garza de cresta amarillenta viene por la noche a nutrirse de cangrejos...
Aquí estoy mirando toda la mañana, con la nariz aplastada en los cristales, los escaparates de Broadway,
y vagando toda la tarde por las callejuelas solitarias,
junto a la cama del hospital, alargándole la limonada al enfermo calenturiento,
junto al féretro, observando al muerto en silencio, bajo la luz de los cirios.
Aquí voy,
entre dos amigos a quienes llevo abrazados por la cintura,
observando las pisadas de los animales y las huellas del mocasín...
Llego a todos los puertos de negocio o de aventura,
me lanzo iracundo contra el que odio, decidido a clavarle mi cuchillo,
deambulo a medianoche por mi patio, sin pensar en nada,
recorro las viejas colinas de Judea, junto al dulce y hermoso Galileo,
me precipito en los espacios, al través de los cielos y de los astros...
Aquí voy,
rodando entre los siete satélites del sol, el amplio anillo de Saturno y sobre un diámetro de ocho mil millas...
Aquí voy,
huyendo con los meteoros y lanzando bolas de fuego como ellos...
Aquí voy,
transportando al niño en crecinete que lleva entera a su propia madre en las entrañas...
Aquí voy,
bramando,
gritando,
proyectando,
adorando,
precaviendo,
reculando y volviendo a mi lugar,
apareciendo y desapareciendo...
Aquí voy,
por aquí voy...
Todos estos caminos los huello día y noche sin cesar.
Visito los huertos de las esferas siderales y contemplo su fruto,
contemplo milenios y milenios ya maduros,
y milenios verdes todavía.
Vuelo por donde volaron las almas fluidas ya desaparecidas
y camino más debajo de la sonda.
Me entro por lo material
y por lo inmaterial.
Ningún guardián puede cerrarme el paso
y ninguna ley retenerme.
Anclo mi barco un momento nada más
y mis heraldos van y vienen sin descanso para enterarme de todo.
Voy en busca de pieles hasta el polvo y cazo la foca,
salto abismos con una garrocha de punta ferrada
y colgado de una cuerda desciendo desde el picacho.
Subo al trinquete
y en la noche hago guardia en el “nido del cuervo”.
Caminamos por el Mar Artico.
Aún tenemos bastante luz.

Claro es el aire y puedo ver asombrado el prodigioso espectáculo que me rodea.
Pasan enormes masas de hielo
y allá lejos se yerguen las crestas blancas de los montes que prenden mi ilusión.

Nos acercamos a un gran campo de batalla donde en seguida tendremos que luchar.
Nos deslizamos sigilosos y callados por la imponente vanguardia del ejército...
Ahora entramos por los suburbios de una inmensa ciudad derruida...
Los muros desplomados y la arquitectura rota conmueven más que todas las ciudades vivas de la Tierra.
Soy un camarada liberal.
Y acampo con todos junto a las hogueras del vivac.

Arrojo del lecho al desposado
y me acuesto con su mujer.
Toda la noche la sostengo entre mis piernas y mis labios.

Mi voz es la voz de la esposa.
Suben gritos por el barandal de la escalera.
Vienen a buscar mi cuerpo de hombre goteante y ahogado.

Comprendo el gran corazón de los héroes.
El valor de hoy
y el valor de todos los tiempos.
Este es el patrón de una lancha. ¡Miradlo!
Cuando divisó aquel pailebot a la deriva, sin timón en la tormenta, y al que casi cazaba la muerte, se pegó a su costado y lo siguió fiel tres días y tres noches sin ceder una pulgada;
escribió con tiza en grandes letras, sobre un tablón estas palabras: ¡Animo, no os abandonaremos!
Lo salvó.
Aún veo a las mujeres esqueléticas, con sus ropas holgadas, descender como espectros que salen de las tumbas,
los rostros mudos y avejentados de los niños
y a los hombres de labios afilados y mejillas sin afeitar.
Todo esto lo veo,
lo gusto,
lo engullo,
lo asimilo,
lo hago mío
porque yo fui el hombre que sufrió y que estuvo allí.
Siento el orgullo y la serenidad de los mártires.
siento a la madre que ayer fue quemada en la hoguera por hereje, ante la mirada de sus hijos;
y al esclavo perseguido como un zorro por los perros;
lo siento vencido,
apoyado en la cerca,
sin aliento,
sudoroso...
siento las punzadas de su corazón,
sus piernas dobladas,
su cuello caído sobre el pecho
y los balazos asesinos.
Todo esto lo siento y lo sufro.
Yo soy todo esto.

Yo soy el esclavo acosado por la jauría.
Me duelen los mordiscos
y me defiendo a patadas de los perros.
Mirad mi tormento.
Oigo el crac-crac de los gatillos,
me pego a las alambradas de la cerca,
sangran mis heridas (el sudor ablanda mi piel y facilita la hemorragia),
y caigo sobre las piedras y la hierba.
Los jinetes que me persiguen espolean los caballos,
se acercan,
escucho blasfemias y denuestos...
y los golpes iracundos del látigo caen sobre mis espaldas y mi cráneo.

Cambio de agonías como de vestidos.
No le pregunto al herido cómo se siente,
me convierto en el herido.
Sus llagas se hacen lívidas en mi carne, mientras lo observo, apoyado en mi bastón.

Yo soy el bombero con los huesos del pecho rotos, y hundido entre los escombros de los muros desplomados;
respiro humo y fuego,
oigo los gritos de espanto de mis camaradas,
percibo el golpe lejano de las picas y de las balas...
Ahora separan las vigas que me aplastan
y unas manos me levantan con cuidado.

Estoy sobre el suelo,
en el aire de la noche, con mi camisa roja;
todos callan para no molestarme.
No me duelo nada...
Me siento agotado... pero soy casi feliz.
Las caras que me rodean aparecen blancas y bellas,
(todos se han quitado el casco)
y las gentes arrodilladas a mi lado están pálidas, bajo la luz de las antorchas.

Lo lejano y lo distante resucitan.
Están ahí como la esfera del reloj,
mis manos son las manecillas,
yo mismo soy el reloj.

Ahora surjo como el viejo artillero que murió.
Contaré el bombardeo de mi fortaleza.
Estoy allí de nuevo.
De nuevo oigo el redoble de los tambores,
el estampido del cañón y los morteros
y el cañón enemigo que responde.
Lo escucho todo:
el estrépito general,
los gritos,
las blasfemias,
los aplausos al disparo certero...
Lo veo todo:
la ambulancia que pasa lentamente, dejando un reguero de sangre,
los zapadores diligentes, reparando las brechas,
la caída de las granadas por el boquete del tejado,
la explosión en forma de abanico,
piedras,
vigas,
trozos de metralla,
cuerpos descuartizados que pasan silbando por el aire...

De nuevo veo la boca ensangrentada del general moribundo que agita furiosamente la mano y balbucea por entre los coágulos de sangre: -No os preocupéis de mí... Defended... la trinchera.

Walt Whitman

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