En lo profundo de mi alma hay
una canción sin palabras: una canción que reside
en la semilla de mi corazón.
Se resiste a mezclarse con la tinta del
pergamino; encierra mi cariño
en un hábito transparente y vuela,
pero no sobre mis labios.
¿Cómo puedo desearla? Temo que se
mezcle con el éter terreno;
¿A quién elevo las melodías que la ensalzan? Reside
en el territorio de mi alma, temerosa de los
toscos oídos.
Cuando contemplo mis ojos interiores
veo la sombra de su sombra;
cuando toco las yemas de mis manos
percibo sus vibraciones.
Las acciones de mis manos buscan su
presencia como un lago debe reflejar
las estrellas resplandecientes; mis lágrimas
la revelan, como las luminosas gotas de rocío
revelan el secreto de una rosa mustia.
Es un canto compuesto por la contemplación,
y publicado por el silencio,
y rehuido por el clamor,
y plegado por la verdad,
y repetido por los sueños
y comprendido por el amor,
y ocultado por el despertar,
y entonado por el alma.
Es el canto del amor;
¿Qué Caín o Esaú pueden entonar?
Es más fragante que el jazmín;
¿Qué ataduras pueden estremecerlo?
Está ligado al corazón, como el secreto de una virgen;
¿qué ataduras pueden estremecerlo?
¿Quién se atreve a amalgamar el rugido del mar
y el canto del ruiseñor?
¿Quién se atreve a comparar la rugiente tempestad
con el suspiro de un pequeño?
¿Quién se atreve a decir en voz alta las palabras
que el corazón debe pronunciar?
¿Qué humano se atreve a cantar con la voz
el canto de Dios?
Khalil Gibrán
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