jueves, 29 de octubre de 2015

Matar a Platón:

1

Un hombre es aplastado.
En este instante.
Ahora.
Un hombre es aplastado.
Hay carne reventada, hay vísceras,
líquidos que rezuman del camión y del cuerpo,
máquinas que combinan sus esencias
sobre el asfalto: extraña conjunción
de metal y tejido, lo duro con su opuesto
formando ideograma.
El hombre se ha quebrado por la cintura y hace
como una reverencia después de la función.
Nadie asistió al inicio del drama y no interesa:
lo que importa es ahora,
este instante
y la pared pintada de cal que se desconcha
sembrando de confetis el escenario.

2

¿Debo añadir que el viento ululaba
como un perro salvaje
tras la puerta embestida?
No lo haré.
No me pregunten por el viento:
yo no sé si lo había.
Y aunque así fuese, en todo caso,
sería irrelevante.

3

 Su rostro es muy delgado y dirige hacia el cielo
el mirar casi obsceno de un gran ojo azul
y otro ojo al que ciega
el guano que ha estampado una paloma
al modo en que se sellan
las cartas con el lacre.

4

¿Y qué hay del sentimiento?
¿Debería haberlo?
¿Es poesía el verso que describe
fríamente aquello que acontece?
Pero ¿qué es lo que acontece?

5

No sé si era su hija. El hombre
aplastado agarraba la mano de una niña,
o puede que la niña fuese
la que tenía cogida la mano de aquel hombre,
ahora ya tan rígida, tan apretada y fría.
Vendrán para cortarle los dedos uno a uno.
Amputarle la mano tal vez sería más sencillo,
pero ¡imagínense una niña huyendo
con una mano ensangrentada
prendida a la suya!
Vendrán con instrumentos
de cirujano a liberarla y ella
atenderá, absorta,
al charquito de orina y sangre
que se extiende hasta sus pies.
Piensa que es una pena
no llevar puestas las botas de agua
y que no siempre es cierto que los charcos
se forman con la lluvia.

6

En la esquina de enfrente,
desde una ventana situada
justo encima del cine
cae una media negra.
Una media de seda —¿o es de nailon?
negra como una despedida
cae sobre el cartel que anuncia
La muerte de un viajante de comercio.

7

Está creciendo el número de los espectadores.
No como una marea, no:
como crecen los sueños
cuando el que sueña quiere saber qué se le oculta.
Crecen desde los huecos, desde lso callejones,
desde la transparencia de las ventanas, desde
la trama, el argumento,
complicando la historia
ocupan las rendijas, los ojos de las tejas,
cruzan por las cornisas,
por los desagües bajan,
crecen en todas direcciones,
dispersando complican,
añaden, superponen, indagan desde dentro
lo que fuera no alcanzan, gigantesco
cuerpo vampiro que procura
saberse vivo por un tiempo,
saberse vivo por más tiempo,
saberse vivo tras la página
que le invita a crecer, denso, fluido y compacto,
urdiendo sus defensas
al tiempo que investigan la manera
de saber sin sufrir
de ver sin ser vistos.

8

  Una mujer temblorosa aprieta
el brazo de su acompañante.
Él vuelve hacia ella un rostro
tan largo como un número de serie
y dice: «El sesenta por ciento de los muertos
por accidente en carretera
son peatones».
La mujer deja de temblar: todo está controlado.
A punto estuvo de creer que algo
anormal ocurría,
algo a lo cual debía responder
con un grito, un espasmo,
un ligero anticipo de la carne
ante la gran salida, pero no:
aquello es conocido y ya no la involucra;
le pertenece a otros. Y él añade: «Han llamado
a una ambulancia», y ella se relaja,
su angustia la abandona:
el orden nos exime de ser libres,
de despertar en otro, de despertar por otro.
A punto estuvo de gritar, desde esa carne ajena,
pero el orden contuvo a tiempo ese delirio.

9

Muy cerca veo a Musil discutiendo con M. Serres.
Musil no está dispuesto a admitir
que aquella escena sea utilizada
en un ensayo filosófico.
La mujer no angustiada gira el cuerpo hacia atrás
y se toca las piernas en un gesto
que pretende apartar algo así como el roce
de una media de nailon.
Sigo su gesto y comprendo:
emboscado detrás del hombre estadístico está Aguado,
recién salido de una de sus metamorfosis.
Quiero decirle a Musil que vaya a hablar con el poeta,
pero éste ya se ha borrado de la escena.

10

¿Y el conductor? El conductor
se apeó del camión.
Está agarrado a la ventanilla.
La puerta le protege. Porque su cuerpo no:
su cuerpo es el horror de otro cuerpo y del suyo,
su cuerpo es exterior, es urbano y es otro,
su cuerpo no protege a sus ojos que miran,
su cuerpo emite un ruido que le parece ajeno,
un ruido como un túnel de acero que conduce
al oscuro principio de la culpa.
«Ya van dos mil trescientos», dice una voz en la radio,
«dos mil trescientos desaparecidos... las lluvias del monzón»,
dice la radio, «en Bangladesh...»,
pero hace un sol insoportable,
dos mil trescientos uno, murmura el conductor,
y de repente todos los muertos son ninguno
salvo aquel que prolonga el sonido del freno
y ha venido a salvarle del monzón, de la lluvia,
y entonces agradece,
y siente que le nace una voz del ahogo
y el túnel se le cierra y está a punto
de volverse hacia ellos,
sentirse solidario con todos los que viven
y amparado y absuelto
por el miedo que en todos los ojos se destila.

11

Hay un niño pequeño, desnudo, en el balcón.
Algo cae, oblicuo, no sé si el sol, la tarde,
o quizá sea la calzada,
el caso es que aquel niño tiene la piel dorada
en razón de la oblicuidad.
De sus dedos escapan burbujas transparentes y su risa
es agua jabonosa que resbala en el aire y cae
oblicuamente como un eco
de estrellas impacientes.
Pero el niño dorado se cansa y la madre aparece.
Ella mira hacia abajo, se endereza del golpe,
levanta al niño con la fuerza del grito que reprime
e inicia el gesto que habrá de ocultar,
en los ojos del hijo, su propio espanto.
Apenas tiene tiempo, el pequeño inmortal,
de señalar con un dedo infinito
a una paloma que pasa rozando
la reja del balcón.

12

Si hubiese sucedido al alba,
habría mencionado el denso olor a manzanilla
salvaje que rezuma
el aire en el estío de las regiones bajas.
Pero no es el alba
y el pueblo es casi una ciudad,
una ciudad que huele
a pueblo que desiste de ser pueblo.
No huele a manzanilla,
huele a piel que se agrieta,
huele a asfalto mojado,
huele a perro, a trasplante,
huele a miedo enfundado en la mirada cómplice
de los espectadores,
los que miran a otros, los que miran,
los que siempre con otros, transeúntes,
los que transmigran siempre
de sí mismo a sí mismo
y desembocan siempre por el mismo costado.
Huele a pueblo que es casi
una ciudad y el alba
no huele a manzanilla aunque ahora no sea
ni el alba ni las doce del mediodía, cuando
el viento trae aquellos olores a resina que empalaga.
No es el alba. Tampoco es pueblo ni ciudad,
es una calle o mejor una esquina
y huele a suelas calientes de asfalto,
huele a asfalto sediento,
y a neumático.

13

Es de color canela. El perro
es de color canela,
como todos los perros del lugar.
Y como todos tiene la mirada
en fuga y el hocico trémulo.
Cuando se acerca lo hace como quien se retira
y el lomo se le dobla anticipando el golpe
y la frecuencia de los aguaceros.
El vientre casi en tierra, alarga el cuello y huele,
olfatea la sangre, estira
la lengua como el cuello y lame
los bordes de aquel charco,
un charco que es un animal,
un animal frente a otro animal
que le lame los flancos y se traga,
a lengüetazos cortos, el color
canela de su cuerpo
sin dejar de fugarse con los ojos.
Y de repente caerá presa: 
el hocico tantea, un segundo, en el aire,
los dientes se apresuran y, con un golpe seco,
se hacen con el dedo, y al paso acelerado
de un furtivo, abandona
la escena, el verso y el poema.

14

Ellos miran un punto, un cerco o un alud,
algo que me ha sucedido, un algo que se ensancha,
les llama, les succiona, se adentran en el cerco
y suceden en él al tiempo que les miro,
ellos suceden dentro del punto que se ensancha,
me cerca, me succiona, y es otra la mirada
que nos observa a todos y escribe lo que usted
acaba de mirar.

15

Siente un rumor de playa desierta en la garganta.
Ella es delgada y sus piernas son torres
de vigía sitiadas desde lo alto.
Baja los párpados y extiende los brazos hacia el trailer.
El acero está hirviendo, las manos se abrasan.
Estoy a medio verso de ella
y le digo: «las playas desiertas son incontenibles»,
entonces ella resbala en su carne, 
cumple el afán de superficie
que tiene todo cuerpo al desplegarse,
y me complace pensar que el desmayo
es un nido de fochas
bajo el azul intenso de su blusa.

16

Usted sigue mirando fijamente a aquel hombre aplastado.
Está detrás de usted, alojado en su cráneo. Persistente
como un insecto volador, la imagen
ataca siempre el mismo punto
vulnerable. Por eso,
usted le mira fijamente,
sin querer verle más que a medias,
pero tropieza su mirada
con el guano que oculta la del muerto
—¿está del todo muerto?
y esa ventana ciega
al par le tranquiliza y le inquieta.
Usted quiere volver la cabeza y mirar
hacia otro lado: al cielo,
que es tan denso que alivia,
o a los demás, que el más siempre conforta,
pero ellos también son presa de esa angustia deliciosa,
también miran al hombre aplastado
que usted sigue mirando
sin poderlo evitar.
¿Puede acaso?

17

Pudo evitarlo, pero no lo hizo.
No quiso hacerlo. Pudo
cerrar las páginas del libro
y no lo hizo. ¿Qué le retiene de hacerlo?

18

Aquel que se le acerce a usted
es un músico. Debe serlo
porque lleva una funda negra
en forma de ivolín.
Se le acerca al oído y murmura
algo que usted no entiende.
Usted le dice algo y él
no se entera tampoco, pero asiente,
luego frunce los labios como quien se concentra.
La seriedad es una variante del olvido:
nos ayuda a ser otro,
a construir distancias, a creer
que la piel es un límite.
Y es porque somos serios
que no sentimos en los labios
el aliento de un hombre que agoniza
a pocos metros de distancia;
gracias a nuestra seriedad
el impacto no logra hacernos
perder el equilibrio.
Y usted, entonces, mira al músico
y sonríe. Y yo sé que usted comprende
que los violines tocan
de otro modo, hoy en día.

19

De perfil se parece al quicio de una puerta;
de espaldas, la silueta recortada
en la puerta de un cuadro de Magritte.
Desde mi perspectiva es eso último,
un agujero oscuro esperando la noche
para obtener la consistencia de las sombras,
un agujero que se traga
a la niña de encajes cuando se apoya en él.
A cada inclinación desaparece
alguna parte suya:
su cabeza o un hombro,
la mitad de su espalda,
sus nalgas con bolsillos de vaquero,
y a veces toda ella desaparece o se bifurca
entre el aquí y el más adentro.
Y ese vaivén la desconcierta
 —no está entrenada, y se le nota;
nadie le ha enseñado que
ser o no ser no es la cuestión,
la cuestión es saber deslizarse sin miedo
entre las superficioes—;
no está entrenada y por eso
aprovecha cualquier cosa que ocurra
para poner a prueba la solidez del mundo.
Y cuando se refugia entre los brazos de él
y murmura «¡qué horror!», lo hace
tanteando el umbral de la nada,
esa densa silueta recortada
en la puerta del cuadro de Magritte.
Y por eso, también, ahora siente este deseo
tan acuciante, tan intenso
de amarle sin demora.

20

 Ningún fotógrafo acudió a desplegar el tiempo,
el tiempo que se anuda como un ojo vendado
en el retrovisor.
No habrá lugar que repita el espanto
o la extrañeza: ese espacio pequeño 
en el que se deportan las imágenes
a otras lejanías.
Por eso me dan ganas de corregir la escena:
el muerto —¿lo está ya?— cayó bajo la rueda,
no hay pájaro y la casa se desploma,
se oye caer un niño (oblicuo y dorado)
y un perro sale huyendo
con una bota de agua entre los dientes.
Pero alguien me detiene. Me exhorta serle fiel
a lo escrito. Sospecho que usted leyó a Platón
y comparte su amor por los espejos:
el verso ha de ser copia exacta y fidedigna
de no se sabe qué realidad verdadera.
Pero no, no es usted —habrá de perdonarme el lapsus—:
el conductor me mira y me odia despacio;
supone que proyecto aumentar su desgracia.
Me complace creer que usted,
usted al menos está de mi parte.
¿O no?

21

 No existe el infinito:
el infinito es la sorpresa de los límites.
Alguien constata su impotencia
y luego la prolonga más allá de la imagen, en la idea,
y nace el infinito.
El infinito es el dolor
de la razón que asalta nuestro cuerpo.
No existe el infinito, pero sí el instante:
abierto, atemporal, intenso, dilatado, sólido;
en él un gesto se hace eterno.
Un gesto es un trayecto y una encrucijada,
un estuario, un delta de cuerpos que confluyen,
más que trayecto un punto, un estallido,
un gesto no es inicio ni término de nada,
no hay voluntad en el gesto, sino impacto;
un gesto no se hace: acontece.
Y cuando algo acontece no hay escapatoria:
toda mirada tiene lugar en el destello,
toda voz es un signo, toda palabra forma
parte del mismo texto.

22

No sé si usted ha visto pasar a un hombre viejo
—no pudo, es evidente: aún no estaba escrito—,
calzaba zapatillas de lona azul marino
y parecía llevar a cada paso
la meta de su viaje en la mandíbula.
No se detiene. Apenas un vistazo
a la derecha y basta:
«Siempre es igual, afuera ocurren cosas
que no debieran ocurrir, como éstas,
cosas que ensucias la calle. Tendrán 
que limpiar con mangeras.  
Luego querrán restringirnos el agua.
¡Ni siquiera es potable!».
Y pasa, y se aleja. Si se fija,
ya se había alejado desde hace mucho tiempo,
antes de haber llegado,
antes de haber partido. En realidad
envejeció por el camino
que llevaba a su cuerpo
por no atreverse a crecer dentro de un gesto.

23

Para que algo acontezca no basta un accidente,
no es suficiente un muerto,
ni dos, ni dos millones.
Un acontecimiento es un olor que espera
que alguien lo respite,
una herida que aguarda encarnarse,
el agua de un torrente
inundando los poros,
una mirada que cruza el aire
y encuentra a alguien que le hace señas
y en la seña, en ella, se reconoce.
Uno puede negarse al acontecimiento
y convertir su historia en un simple resumen
de lo ocurrido, pasos que no devienen cruce
y se apagan en vida, o se secan.
Uno puede negarse a saberse en el otro,
basta con acercarse a todo con un walkman
conectado a la carne,
enfundado el cerebro en aquella sustancia
impermeable que nos inmuniza,
basta con refugiarse en un desmayo a tiempo,
en el deseo de amar, u ocultarse
en la furia o en el número de una cuenta bancaria.
De hecho, lo más frecuente es
que llevemos cosida el alma a su forro
como los trajes nuevos sus bolsillos,
para evitar que se deformen
por el peso.

24

 Aquel hombre aplastado sin el cual el poema
no tendría sentido
es el único al que, por más que yo me empeñe,
no puedo describir sin invención
—y eso es lo que le hace singular.
No sé qué es lo que percibe:
la humedad de su sangre,
el olor de sus vísceras,
el sonido esponjoso de sus huesos,
no sé si le da tiempo
a pensar en futuro o en pasado, o si piensa,
imagino que observa a medio pájaro
alzando el vuelo en el azul
de su propia mirada,
quiero ceer que, irónico, se asoma
a aquella paradoja:
un ojo ciego, el otro ardiente,
un poco vivo y muerto a un tiempo,
desafiando la lógica;
quiero pensar —y así lo escribo
que esboza una sonrisa para adentro,
tan dentro que ninguno
de los presentes se da cuenta.

25

 Y ahora, cuando estamos a punto de acabar,
tal vez usted pueda decirme
por qué se queda a oscuras la ciudad
cuando el sol cae oblicuo
como una lanza,
y es verano.

26

Mejor no diga nada.
Sería inútil. Ya ha pasado.
Fue una chispa, un instante. Aconteció.
Yo acontecí en ese instante.
Puede que usted también lo hiciera.
Suele ocurrir con los poemas:
terminan condensándose las formas
en nuestros ojos como el vaho
sobre un cristal helado;
las formas, con su herida.
Pues quien construye el texto
elige el tono, el escenario,
despone perspectivas, inventa personajes,
propone sus encuentros, les dicta los impulsos,
pero la herida no, la herida nos precede,
no inventamos la herida, venimos
a ella y la reconocemos.

27

Se hizo de noche al mediodía.
No pude respirar.
Tanto metal entre la carne,
aquel sabor a cieno
y sobre todo
el corazón oblicuo, sí, eso es,
el corazón oblicuo.
Como las tejas de un tejado,
resbalando.
El viento arriba
(había viendo, sí, un viento suave).

Pero ya terminó. Una sombra
no hace la noche entera.
Volvamos cada uno a lo que nos distingue:
esa historia concreta, personal
que nos mantiene a salvo —mientras tanto.

Una sombra no hace la noche entera
—¿o sí la hace?

28

Yo no soy inocente. ¿Lo es usted?
La realidad está aquí,
desplegada. Lo real acontece
en lo abierto. Infinito. Incomparable.
Pero el ansia de repetirnos
instaura las verdades.
Toda verdad repite lo inefable,
toda idea desmiente lo-que-ocurre.
Pero las construimos
por miedo a contemplar la enorme trama
de aquello que acontece en cada instante:
todo lo que acontece se desborda
y no estamos seguros del refugio.

Bien pensado, es posible que Platón
no sea responsable de la historia:
delegamos con gusto, por miedo o por pereza,
lo que más nos importa.

Chantal Maillard  

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