domingo, 8 de noviembre de 2015

Abatimiento: una oda

Ayer, muy tarde, vi a la Luna nueva
llevar la Luna vieja entre sus brazos,
y me temo, me temo, Amo querido,
que tengamos una mortal tormenta.

Balada de Sir Patrick Spence

I

¡Bien! Si el Bardo era bueno en predecir el tiempo,
el que hizo la balada vieja de Patrick Spence,
 esta noche, tranquila ahora, no se irá
sin que la agiten vientos, que están más ocupados
que aquellos en su nube, en copos perezosos,
o el leve aura en sollozos que gime y se despeina
en las cuerdas  del arpa eólica, que fuera
mejor que se callara.
Pues ved la luna nueva con claridad de invierno,
toda ella recubierta de una luz fantasmal
(de flotante fulgor fantasmal toda envuelta,
pero con cerco en torno, de unas hebras plateadas);
en su regazo veo así a la Luna vieja
prediciendo la lluvia y una tormenta en rachas.
¡Y ojalá que ahora mismo la ráfaga se hinchara
y el oblicuo aguacero nocturno resonase!
Tales sones que tanto me elevaron, a un tiempo,
infundiéndome un ánimo de respeto, y enviando
mi alma hacia lo lejano, quizá ahora podrían
dar su impulso de siempre; ¡podrían agitar
esta pena en sopor, moviéndola a vivir!

II

Dolor sin un espasmo, vacío, oscuro, grave,
sofocado dolor, aturdido, impasible,
sin hallar desahogo ni alivio natural
en palabra, o susprio, o lágrima —¡oh Señora!—,
en este estado de ánimo, macilento y sin vida,
seducido por ese tordo hacia otros pensares,
toda esta larga tarde, tan calma y perfumada,
ha estado contemplando el cielo de poniente
con ese peculiar matiz verde amarillo:
y contemplando sigo ¡con qué ojos tan sin nada!
Las altas nubecillas, en cúmulos y líneas,
que revelan y entregan su marcha a las estrellas;
las estrellas que brillan entre ellas o detrás,
ya chispeantes, ya tenues, pero siempre visibles:
esa luna en creciente, fija, como creciendo
en su lago de azul, sin nubes, sin estrellas:
esas cosas las veo tan claras, tan hermosas,
las veo, pero no siento qué bellas son.

III

El ánimo jovial me falla: ¿cómo pueden
estas cosas servirme para elevar del pecho
el peso que me ahoga?
Intento vano fuera,
aun poniendo los ojos para siempre
en aquella luz verde demorada a poniente;
yo no puedo esperar obtener de las cosas
exteriores pasión y vida, si sus fuentes
están dentro de mí.

IV

¡Señora! recibimos tan sólo lo que damos
y la Naturaleza en nuestra vida sólo
vive: ¡es nuestro su manto de boda y su mortaja!
Si algo queremos ver de más alta valía
que lo que nuestro frío e inanimado mundo
concede a la infeliz gente ansiosa y no amada,
ah, desde el alma misma habrían de brotar
una luz, una gloria, una nube brillante
que envolviera la Tierra:
y desde el alma misma debería surgir
una voz fuerte y dulce, nacida de ella misma,
¡la vida, el elemento de todo dulce son!

V

¡Pura de corazón! ¡Tú no has de preguntarme
qué puede ser la música fuerte que hay en el alma;
qué es y de dónde existe esta luz, esta gloria,
esta hermosa neblina luminosa, este bello
poder que da belleza! ¡Oh virtuosa Señora,
alegría! Alegría como sólo a los puros
se dio, en su hora más pura; la Vida y el rebose
de la Vida, que es nube y es lluvia al mismo tiempo;
alegría, Señora; es la fuerza, el espíritu
que la Naturaleza, haciendo matrimonios,
nos da en dote: una nueva Tierra y un nuevo Cielo,
que no pudo soñar el sensual ni el soberbio.
Alegría es la dulce voz, la nube fulgente,
¡hallamos alegría sólo en nosotros mismos!
Y de ahí mana cuanto encanta oído o vista,
todas las melodías son ecos de esa voz,
todo color, reflejo de esa luz.

VI

Hubo un tiempo en que, aunque mi sendero era duro,
esta alegría en mí charlaba con la pena,
y todas las desdichas sólo eran la materia
de que la Fantasía me hizo sueños felices:
pues la esperanza en torno de mí crecía, como
la viña que se enreda, y las hojas y frutos
me parecían míos, sin serlo. Pero ahora
las aflicciones me hacen inclinarme a la tierra:
no me importa que vengan a robarme mi júbilo,
pero, ay, cada visita del desastre suspende
lo que Naturaleza me dio por nacimiento,
el conformante espíritu de mi Imaginación.
Pues no pensar en cuanto por fuerza he de sentir,
sino estar en silencio y en calma, cuanto pueda,
y acaso, con abstrusa búsqueda, de mi propia
entidad robar todo el hombre natural,
ése era mi recurso único, mi plan único,
hasta que lo que va bien a una parte afecte
al todo, y casi se ha hecho el hábito de mi alma.

VII

¡Marchaos, pensamientos víboras, enroscados
en mi mente, sombrío sueño de realidad!
De vosotros me vuelvo, escuchando hacia el viento
que con furia ha soplado mucho sin ser oído.
¡Qué chillido de angustia, que la tortura alarga,
ese laúd lanzó! Viento, furioso ahí fuera,
riscos del monte, lago, o árbol que partió el rayo,
pinos a donde nunca el leñador subió,
casa sola, de siempre creída hogar de brujas,
creo que hubieran sido mejores instrumentos
para ti, laudista, que, en este mes de lluvias,
de jardines oscuros y flores que se asoman,
haces la Navidad del Diablo, con canciones
peores que invernales, que dejan entre medias
los capullos, las flores y las tímidas hojas.
¡Tú, Actor perfecto en todo sonido de tragedia!
¡Tú, gran Poeta, osado aun hasta la locura!
¿Qué dices de esto tú?
Esto es el agolparse de una hueste en derrota,
con ayes de soldados helados y pisados,
que gritan de dolor y tiritan de frío.
Pero ¡silencio! ¡Hay una pausa de hondo silencio!
Y el ruido, todo, como de una masa en tropel,
con gemidos y trémulos escalofríos, todo
se acabó; ¡cuenta ahora otro cuento, sonando
menos hondo y ruidoso! Un cuento de menor
espanto, y con deleites templado: tal un canto
tierno del propio bardo Otway; es la canción
de una niñita, en medio de un yermo solitario,
no lejos de su casa, pero que se ha extraviado;
y a veces gime, bajo, con dolor y temor,
y a veces grita, fuerte, para que oiga su madre.

VIII

Es medianoche, pero poco pienso en dormir:
ojalá que mi amiga no vele así a menudo.
Ve a verla, amable sueño, con alas saludables,
y ojalá esta tormenta sea un parto de montes,
y las estrellas pendan claras sobre su casa,
¡mudas como velando a la tierra dormida!
Con corazón ligero se levante,
con fantasía alegre, con ojos animosos;
que la alegría eleve su voz y su voz temple;
que viva para ello todo, de polo a polo,
rodeando en remolino el vivir de su alma.
¡Oh espíritu sensillo, guiado desde lo alto!
Señora amada, amiga de que soy más devoto,
así puedes tú siempre alegrarte, por siempre.

Samuel Taylor Coleridge

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